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Puerto Rico.

Cinco millas al Noroeste.

11:22 P.M.


— ¿Aún no despierta? –

La pregunta fue aceptada en completo silencio. Nadie dijo nada, todos seguían expectantes y ansiosos ante la inexplicable situación.

Kriss había lanzado el octavo cigarrillo al mar, sus nervios estaban de flor de piel pero, no era el único. Los presentes permanecían absortos en sus pensamientos en la cubierta de la embarcación. El recién llegado, por su parte, estaba en una de los camarotes con compresas de agua tibia que según el médico empírico, Ronald Ventresca, había exigido para bajar la hipotermia.

— Es muy difícil que sobreviva, la verdad me sorprende que no haya tenido una falla orgánica. –siguió explicando Ronald mientras tomaba un enorme vendaje de uno de los compartimientos.

Todos giraron y le observaron, el capitán Wolfang, un hombre corpulento de unos sesenta años de edad, guardó la pequeña cantimplora dentro de su grueso abrigo. Se aproximó al médico con sigilo y de una forma un tanto tosca.

— ¿Qué es lo que repetía?

El medico negó con la cabeza.

Las miradas se clavaban sobre él.

— No lo sé, el delirio forma parte de la deshidratación, la verdad no creo que lo que repetía hacía minutos tuviera alguna importancia.

Alguien protestó.

— Claro que debe importar. Hay que tratar de mantenerlo con vida para saber su verdadero origen.

En la parte más alejada de la cubierta, se oyó un murmullo.

— Deberían lanzarlo al mar.

Otro hombre, habló.

— Ya casi llegamos al cardumen del Atlántico, mi capitán. ¿Qué haremos con el sujeto?

El capitán asintió, y lo pensó muy bien. Conocía esas aguas como su propia vida. Conocía los recursos que tenían por ofrecerle y además, conocía a cabalidad lo que estaba en juego. Lentamente, se llevó la palma derecha a su rostro y divagó en las consecuencias de mantener a aquel individuo allí. Podría tener un conflicto legal sino daba un buen argumento a las autoridades. Sin mencionar, la preocupación latente de sus marinos que sabían que podría ocurrir otras problemáticas si el sujeto perecía en esa embarcación.

Miró de soslayo al médico cuyo rostro estaba impasible.

— ¿Cree que sobreviva? –quiso saber.

Ronald Ventresca se encogió de hombros.

— Puede que si, como puede que no. La verdad...

— ¡Señor! ¡Señor! ¡El sujeto ha despertado!

Todos se pusieron en movimiento. Ronald corrió hasta el camarote y observó como el individuo se estremecía de un lado a otro como si su cuerpo estuviera convulsionando. Un chico joven trataba de sostenerle los brazos pero la fuerza era descomunal.

— ¡Suéltenme! ¡Déjenme ir!

Ronald tomó con agilidad una jeringa con un líquido cetrino y lo blandió en el aire. El hombre seguís estremeciéndose, su mirada eran dos finas rendijas blanquecinas.

— ¡Por favor, suéltenme!

La aguja se introdujo en la piel del brazo del sujeto y éste profirió un alarido instantáneamente.

— ¡El Sealigth! ¡Vengo del Sealigth! –balbuceó antes de sumirse en una densa oscuridad. 

La última travesía (En edición) Pronto En FísicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora