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Camille.

— ¿Seguro que no quieres comer?

La mano de Paul aparece muy cerca de mi rostro y vislumbro un trozo de fruto blanco. Niego con la cabeza. La verdad no tengo nada de apetito. A nuestro alrededor el sol ha desaparecido entre las densas nubes y el clima comienza a cambiar. Se aproxima una tormenta y eso me pone los pelos de punta.

Paul insiste y con un deje de resignación, lo acepto. El sabor del coco es fresco y suave. A pocos metros de nosotros, Salma sigue lanzando pequeñas y puntiformes piedras para tumbar más fruto que permanecen impasibles en lo alto de las palmeras.

Si mis cálculos no fallan llevamos unas cuatro horas en la isla. Mi reloj de pulsera marca las 2:15 P.M., un leve vacío crece en mi pecho al no tener ninguna de mis otras pertenencias. Mi celular, por ejemplo. Muchas cosas se perdieron en el hundimiento del yate y otras más, de muchísimo más valor.

Mis compañeros, la idiota de Anabelle, Marcus... todos han desparecido. No estaba en mis planes ésta perdida, por el contrario, y a estas alturas ya tenía que tener el dinero en mano y tomado un boleto hacia el centro del país. La imprudencia de Marcus ha estropeado todo, absolutamente todo.

Mastico el resto del fruto en mi boca y soy consciente de que no quiero estar en este inhóspito lugar.

Salma lanza el coco contra una enrome roca y este estalla en mil pedazos. Lo sacude con su mano y sigue juntando el fruto mientras come con cierta vehemencia. Paul le imita en silencio. Están concentrados en su tarea y yo en cambio, sigo aquí agazapada sin hacer nada.

Eres una idiota, me susurra el subconsciente.

No tengo las fuerzas para retener las lágrimas. Por lo que descienden lentamente mi rostro y alcanzan mi cuello con rapidez. Nada de esto hubiera sucedido si las cosas se hubiesen realizado con precisión.

Marcus... Marcus...

— ¡¡¡Miren!!!

La voz de Paul me sobresalta y me regresa a la dura realidad.

Está señalando más allá de la arena donde el mar se extiende en el infinito horizonte. Al principio, no puedo constatar en nada. El sol ha desaparecido y las negruzcas nubes se solidifican como una densa masa sobre nosotros. Luego, y en ese momento Paul ya se encuentra en el inicio del mar donde las bravías olas chocan con la blanca arena dejando su huella por unos pocos segundos, observo como una forma humana aparece en la superficie del agua.

Paul se adentra y el agua le rodea la cintura.

— Cuidado. –le advierte Salma que yace a mi lado como si nada.

— ¿Quién crees que sea? –pregunto pero ella me ignora.

Sigue dando instrucciones a Paul.

— Ten cuidado, por favor. Podría ser peligroso.

Él se gira y asiente.

El rostro del desconocido sigue en la superficie con el vaivén de la marea. Intento gritarle también a Paul pero no consigo las palabras correctas.

¿Por qué razón estoy con ellos aquí?

De tantas personas, ellos.

— No seas estúpida, niña fresa. –me responde Salma—. Gracias a nosotros estás con vida.

¡Oh!

Lo he dicho en voz alta.

Paul se acerca y atrae el cuerpo que permanece lánguido sobre un trozo uniforme de metal. El recién llegado está boca abajo y la coloración de su piel es traslúcida y arrugada.

<<Está muerto>>, pienso.

Entre todos ayudamos, y lo llevamos a la orilla; solo en el instante que lo dejamos sobre la arena para que pueda estar a salvo de las formidables aguas reconozco la escasa indumentaria del náufrago: sosa y monótona. Un clip suena en mi cabeza y visualizo el rostro del profesor Mcfarlland, inconsciente.

— ¿Está muerto? –pregunto, con evidente confusión.

Salma ha colocado su oreja sobre el tórax.

— ¡Aun respira! –responde.

Y tras decir aquello, comienza a presionar con fuerza el pecho del profesor. El sonido es desgarrante y consecutivo. Me revuelve las entrañas.

Ella continúa y el movimiento del tronco me hace pensar que ya no hay vuelta atrás... está muerto. Entonces, tras una larga bocanada y expulsión de agua por su boca, el profesor da un respingo y regresa a la vida.

Todos nos exaltamos pero son sus últimas palabras las que no cogen por sorpresa.

— El triángulo. Estamos en el triángulo. –

A los pocos segundos de decir aquello, se desploma y la tormenta estalla en nuestras narices. 

La última travesía (En edición) Pronto En FísicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora