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Dan Ground.
El día de la fiesta. 

Recorro la vista con cierta cautela por el amplio espacio que funciona como duchas para los jugadores del instituto. Estoy sentado en el borde del asiento circular y respiro lentamente al notar la soledad de aquella mañana. Como de costumbre, separo el plástico de adherencia de la pequeña bolsa transparente y observo con detenimiento las cruentas pastillas blanquecinas en el interior. Mi corazón late desbocado con solo mirarlas, en pocos segundos su monocorde vaivén un tanto incesante se va apaciguar cuando aquel extraordinario medicamento recetado por mi psiquiatra (el doctor Fullet) esté dentro de mi organismo.

Siento como la boca se me hace agua y no puedo evitar saborearme los labios con evidente placer. Me levanto.

La toalla cae al suelo y me deja completamente desnudo. El reflejo del espejo lateral me muestra a un hombre corpulento, de tez morena, ojos profundos como la noche, rodeado en casi su totalidad por negruzcos tatuajes; aquí y allá la tinta recorre mi piel y deja pequeños espacios sin apenas cubrir: abdomen y zona genital, por ejemplos. Todo lo demás, incluido el cuello, está revestida por figuras y estrambóticas imágenes que para mí podrían muy bien o tener un significado importante como al mismo tiempo no representar absolutamente nada.

Me acerco al último cubículo, mi favorito. De inmediato, percibo el olor lejano a alcohol. Pocos segundos después de hacer mi acostumbrada labor previo a los entrenamientos o partidos, trato en la medida de dejar todo limpio y seguro, pues no puedo darme el lujo de levantar sospechas y mucho menos siendo el jugador estrella del equipo de futbol americano local.

El jugador estrella.

Yo mismo entiendo que todo eso es una mentira. Pero al diablo con todos. La vida en sí, es una puñetera mentira y al fin y al cabo, solo estoy haciéndolo mucho más fácil para mí, que en definitiva es lo que realmente importa.

Con evidente ánimo y con cierta descarga de adrenalina en mi sangre, me introduzco en el pequeño lavabo y empiezo mi ardua y prestigiosa tarea. Cierro la puerta tras de sí y coloco el pestillo. Reproduzco la música en el celular y observo con detenimiento la etiqueta con el nombre comercial del ansiolítico (Relaxer) sobre el plástico de la bolsa. Trato de ser meticuloso porque el hecho de usar cualquier tipo de droga con el fin de aumentar o mejorar el rendimiento deportivo, está sumamente prohibido. No solo me costaría mi expulsión sino la vergüenza a nivel nacional.
Cojo una pastilla de la bolsa. Mis manos son como agiles arañas hurgando su presa en la oscuridad. La tomo entre mis dedos y siento la euforia recorrer mi piel. Es extraordinario como algo tan pequeño puede hacerte sentir tan relajado y tranquilo. Mis crisis ansiosas surgieron poco después de la muerte de mi hermano Tom, y ya a casi dos años de aquel fatídico accidente, no me he podido despegar del todo de esta droga.

Es mi calma.

Mi paz.

Por su parte, El doctor Fullet dice que a pesar de los efectos adversos a largo plazo el Relaxer pueden provocarme entre otras consecuencias: una inminente dependencia si no se usa el medicamento con cierta precaución. Precaución. Realmente, eso es lo que yo siempre tengo al ejecutar cualquier cosa.

Suspiro de placer, con la píldora en mi mano. Como muestra de costumbre, cierro los ojos y evoco un pensamiento feliz. El rostro de mi hermano aparece en mi mente. Me sonríe, pero en esta ocasión lo noto un poco diferente. Es una sonrisa nostálgica… fría. Es como si no aprobara de ninguna forma lo que estoy a punto de hacer.
Borro ese recuerdo. Estoy alucinando, seguramente.
Sin perder el tiempo, me la trago. Siento el ligero ardor de la pastilla en mi boca; su solidez desaparece y un incipiente polvo comienza a disolverse para mis adentros. Mis manos se mueven una y otra vez de forma automática.

La última travesía (En edición) Pronto En FísicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora