2. En medio de la nada

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GEORGINA

Si me quedaba algo de paciencia para el resto del día, Kresten Kaas se la había llevado toda.

—No puedo más —murmuré para mí misma mientras echaba un vistazo a la pequeña cola de clientes que quedaba en caja.

Por suerte estábamos a punto de cerrar y me esperaba un fin de semana relajante y muy merecido. No hubiese soportado a otro cliente más ese viernes de finales de abril. No a otro que comenzara a quejarse, gritar, o hablar mal con tal de que le ayudara.

La gente tenía formas muy curiosas de pedir ayuda.

Estaba harta. De hecho, a veces sentía que mi vida era como una montaña rusa que se había averiado en la bajada más pronunciada y que me había dejado ahí, colgando en la más ridícula agonía.

Muchos clientes eran educados y agradables, pero otros eran pesados, exigentes, engreídos e impacientes.

—Al menos te alegras la vista. Es jovencito y guapo —me dijo Sara, mi compañera. Era gestora en inversión y recogía sus cosas, lista también para el fin de semana—. Y siempre pide hablar contigo. ¿No te parece adorable? Ya me hubiera gustado a mí, cuando entré hace veinte años, que un chico tan guapo quisiera hablar conmigo.

Sí, guapo como la mitad de extranjeros europeos básicos: blanco como la leche, alto como una jirafa y venía con ojos azules y cabello rubio incluidos en el pack.

Y un mal genio de campeonato.

—Sí, mientras me funde el cerebro. Un gran intercambio, sin duda.

Sara se rio. Sus ojos se encogieron detrás de sus gafas con forma de ojo de gato.

Ese inglés era de todo menos adorable. Ni siquiera entendía por qué venía tanto al banco. Era hijo de la era tecnológica y apenas utilizaba la aplicación, es más, me sacaba de quicio que siempre se presentara en la sucursal para gestiones (en su mayoría tontas) que podía hacer él mismo, pero quería que se las hiciese yo. Sí, palabras textuales. Era un pesado de manual.

—¿Qué te ha dicho? —me preguntó Sara.

—Primero me ha dicho que lo vuelvo loco y después ha dicho: Que te den. Toda una declaración de amor —se me escapó una risa. Era eso, o llorar y hacía mucho que había decidido no hacer lo último.

Se puso seria ante mis palabras.

—No dejes que te tiemble la voz cuando los clientes te griten.

—Como si fuera fácil —suspiré.

—No lo es, pero una no puede acostumbrarse a eso. Ellos merecen respeto y nosotros también —me dedicó una mirada maternal, a veces se me olvidaba que ella tenía un hijo de mi edad—. Eres fuerte, inteligente y muy responsable. No dejes que te haga sentir menos.

Susurré un "gracias" que salió de lo más profundo de mi corazón. Eso era justo lo que necesitaba oír.

Volví a mi mesa para revisar el correo de las gestiones que tenía pendientes antes de irme, pero no pude sacarme a Kresten de la cabeza. Lo tenía todo congelado. Sí, había motivos bancarios para eso porque no había regularizado su identidad y si había tanta resistencia podía ser... quizás era un delincuente o tenía pensado blanquear dinero o... ¿Quién sabe?

Sí, era mejor pensar que era una mala persona a creer que un pobre chico despistado se había quedado sin dinero durante todo un fin de semana con festivo incluido.

Odiaba hacer esas cosas. Si pudiera hacer algo para no dejarlo en esa situación, lo haría. Por supuesto que lo haría, pero muchas veces yo no tomaba decisiones, yo solo ejecutaba, y lamentablemente, sin esos documentos no podía hacer nada.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora