30. A tu altura

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GEORGINA


Ojalá se cayera por las escaleras de la entrada y se rompiera la cabeza. 

—Georgina, vuelve a tu trabajo —Kresten se dirigió a mí con el tono más frívolo que le había escuchado alguna vez. Bajé la mirada, incapaz de sostenerla—. Todos, a vuestros puestos —habló al resto de empleados antes de dirigirse al imbécil que seguía echando humo—. Y usted, no vuelva a faltarle el respeto a nadie si no quiere que llame a la policía.

Francesc endureció la expresión, pero no volvió a alzar la voz. El silencio se hizo en la cafetería, entre los clientes curiosos, mis compañeros, que aún alterados se mantenían tensos y yo, que quería que la tierra se me tragara. Incluso las chicas de la librería se habían asomado a la barandilla del piso superior, curiosas. 

Hablar con un "superior" calmó lo suficiente al cliente imbécil como para que se fuera contento diez minutos más tarde. Después, Kresten se las apañó para despejar el local, mientras Sergio y Claudia discutían en una esquina. 

—¿Cómo has podido quedarte ahí como un imbécil? —exclamaba mi amiga—. ¡Eres el dueño, por Dios! 

—No lo sé, ¿vale? —replicó él que frustrado se llevaba las manos a la cabeza—. Nunca me había encontrado con algo así. 

—No me lo puedo creer —Claudia se cruzó de brazos, pero la discusión cesó en cuanto Kresten se dirigió a nosotros.

Estaba enfadadisimo. 

—Sergio —llamó a su amigo—, tenemos que hablar, 

Kresten y Sergio tuvieron una tensa conversación sobre lo que había sucedido. No llegué a escuchar sus alegatos, porque se encerraron en el despacho de la librería.

Alex limpió la bebida que yo había tirado al suelo. Insistí en hacerlo yo, pero no me lo permitió y me pidió que me tomara un tiempo para relajarme. Ya, como si fuese fácil. Me di por rendida y me escondí detrás del mostrador. 

Quince minutos más tarde, Sergio bajó las escaleras y salió del local hecho una furia. Tras él, Kresten se asomó a la barandilla de la planta superior y por fin, rompió el silencio:

—Georgina, ven a mi despacho. Ahora. 

Subí, callada y cabizbaja. Iba a regañarme. O a echarme. Tal vez se arrepentía de haberme ayudado y se acababa de dar cuenta de que, si había salido del banco gritando, debió haber pensado que acabaría haciendo lo mismo en su cafetería-librería. 

Me esperó dentro del despacho, recostado sobre su escritorio. Se había arremangado la camisa, y tenía los brazos cruzados sobre su pecho de ese modo que marcaba sus músculos. Sus labios apretados, contenidos, al igual que su respiración, parecían estar a punto de unirse a sus dientes. Ese gesto frustrado que tanto le había visto en el banco. Apenas separé la mano del pomo una vez cerré la puerta. 

—¿Qué ha pasado? —su voz sonó tan amenazante como una lluvia de granizo.

—Ya te lo han dicho. 

—Quiero que me lo cuentes tú. 

Con un ido en la garganta y algo de temor, procedí a relatarle la historia de Francesc Laguardia, desde el día del ingreso del cheque hasta los menosprecios en la oficina que se habían repetido esa tarde. Kresten no emitió un solo sonido durante toda mi explicación, se dedicó a mantener el ceño fruncido, la mandíbula apretada y a mirarme fijamente con los brazos cruzados. 

—Sé que no debería haberle tirado la bebida encima —intenté excusarme cuando terminé mi relato—, pero es que... he perdido los nervios cuando ha comenzado a decirme que debo esforzarme un poco más. 

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora