Epílogo

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KRESTEN

Volver a casa siempre era difícil y esas Navidades no fueron una excepción. El aire olía a lluvia, en el salón de casa crepitaba el fuego de la chimenea encendida y en la cocina mamá había preparado la cena y se adelantaba para los platos de la comida de Navidad.

Podría haber sido como cualquier otra Navidad, pero no lo era porque algo había cambiado.

Harald se había empeñado en cocinar con mamá y yo tenía serios temores de acabar en urgencias. Laia, Georgina y Emilia hablaban animadas con Chris, que estaba encantado con ellas y se ofrecía a ser el profesor de inglés de Georgie, quien tenía un serio problema con su vergüenza, pero que se las apañaba bastante bien para comunicarse. Chris se emocionaba con cada palabra o frase que la chica decía correctamente, y a veces se reía, hasta el punto que Lennart bromeó, diciéndole que el próximo en aprender un idioma sería él, aprendiendo español.

Emilia estaba pasando la Navidad con nosotros porque su familia había viajado a Uruguay. No se había podido negar a venir, cuando tanto Hal como Laia le insistieron en que viniese. Sobre todo Harald, que podía ser exageradamente insistente.

Me acerqué a Georgie.

—Voy a la cocina, ¿quieres algo de beber? —le pregunté.

Ella negó con una sonrisa.

Georgina y yo cada vez estábamos mejor. Le encantaba su nuevo trabajo y a mí me encantaba verla feliz. En los últimos meses, había pasado tanto tiempo en mi casa que podría declarar que la mitad de sus cosas estaban en mi apartamento. Quería proponerle que viviese conmigo, pero aún no se lo había dicho porque no quería ir demasiado rápido. Apenas llevábamos desde agosto. ¿Cuatro meses y medio era poco? Para mí era un puto mundo.

Dejé las risas atrás y fui a curiosear lo que sucedía en la cocina. Mamá rebuscaba en los armarios, y Harald removía las verduras de la sartén.

—Creo que dejé las confituras de frutas en el garaje, porque aquí no están —murmuró mamá—. Voy a buscarlas.

—Iré yo —me ofrecí.

Ambos voltearon, casi petrificados por mi propuesta. Hubiese pensado que su reacción se debía a que no me habían visto llegar, pero era por el garaje, los recuerdos y el dolor que temían que siguiera impregnando mis pensamientos.

Harald me siguió hasta el pasillo.

—No tienes por qué hacer esto —dijo.

—Lo tengo superado —le aseguré.

Lo primero que sentí fue un frío intenso que me hizo sentir que iba a marearme. Después, el calor volvió.

El garaje estaba muy distinto a como lo recordaba. Mamá había pintado de blanco y se había montado un pequeño taller de costura en la zona en la que una vez yo había visto sombras. Ahora estaba decorado por una estantería llena de lanas, e hilos de bordado.

Frente a una mesa sobre al que descansaba un conjunto de coloridos y complejos cuadrados de ganchillo, que en algún momento mamá uniría para crear una manta llena de color.

No había tinieblas.

Las conservas seguían en el mismo armario de siempre, donde una vez estuvo mi bicicleta, y que mamá se había encargado de hacer desaparecer también. Durante años me negué a que la vendiese, pero en ese momento le agradecí que ya no la tuviese allí.

Hal me observa desde debajo del marco de la puerta. Aceptó los botes de conservas en cuanto se los tendí.

—Estoy muy orgulloso de ti, ¿sabes? —dijo.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora