4. Tráfico

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GEORGINA


—¡Ay! ¿Pero por qué pillamos todos los semáforos en rojo? —me quejé, frustrada. Iba a llegar tarde al trabajo.

—Tráfico, Gina, tráfico —me contestó Arnau, que puso los ojos en blanco.

—Tendríamos que haber salido antes.

Revisé mi teléfono de empresa, por si tenía algún mensaje o llamada por mi evidente retraso. No había nada, para mi suerte.

—Va, que ya casi llegamos —me tranquilizó él.

Había sido una mala idea entrar en Barcelona en coche a primera hora de la mañana de un martes después de un lunes festivo, pero necesitábamos ir a ver a nuestra madre esa tarde y no podíamos ir en transporte público.

—Estamos a varias calles —volví a quejarme. No a Arnau, sino a mi mala suerte.

—Tú estás a varias calles —remarcó, dejándome del todo confundida.

—¿Qué? —detuvo el coche tras mi pregunta. Estábamos en la esquina de Gran Vía con la Facultad de matemáticas e informática en la que él estudiaba.

—Tío, tengo examen —me dijo, mientras salía del coche, sin siquiera molestarse a sacar las llaves del contacto—. No puedo llegar tarde.

—¡No me dejes aquí! —exclamé—. ¡Por favor, Arnau!

—¡Conduce tú, Gina! —hizo un gesto indignado con el brazo derecho, mientras se alejaba.

No. No. No.

Eso no me podía estar pasando.

Yo no podía conducir.

—¡Arnau! —lo llamé, pero él no se detuvo—. ¡Arnau, por favor, no me hagas esto!—. No se detuvo, y yo no lo seguí, porque si me iba tras él dejando el coche en marcha, lo más seguro era que acabara sin coche esa mañana.

Me llevé las manos al rostro, en absurda desesperación. Me moví hasta el asiento del conductor, y con el corazón en la garganta, ajusté el asiento y los retrovisores.

Me escocían los ojos de miedo y angustia. Odiaba esa maldita sensación, porque sabía que era esa parte irracional de mí saliéndose de quicio.

Y siempre aparecía cuando intentaba conducir.

—Vale, Georgina —me dije a mí misma, en un intento de tranquilizar la vorágine de nervios que me había invadido. Iba a marearme—. No pasa nada. Todo está bien. Tú puedes. Está bien... No, no estoy bien. Nada. Para nada. No puedo hacerlo —un claxon me hizo dar un respingo. Un taxista me echaba una mirada de pocos amigos desde el coche de detrás—. ¡Ya voy! ¡Ya voy!

El idiota de mi hermano se había detenido en medio de un carril taxi. Si no salía de ahí, acabaría con una multa.

Me temblaban las manos.

Iba a llegar tarde.

Iba a tener un accidente.

Nunca había conducido en Barcelona porque me daba pánico. Con tan solo imaginar las bifurcaciones de las rondas me entraban sudores fríos. Los coches colándose en mi carril de forma temeraria para no equivocarse de salida, los eternos parones frente a los semáforos, los peatones que no respetaban los semáforos, los cruces que no entendía y el inminente pensamiento de que acabaría teniendo un accidente, no me ayudaron en nada.

Nunca me había gustado conducir.

Cuando comencé las prácticas de la autoescuela, me costó más de lo normal aprender a arrancar el coche o poner las marchas. Se me calaba constantemente. Mi profesor de la autoescuela, David, tenía muy claro que no eran mis capacidades, sino mis nervios y ese miedo profundo que me dejaba sorda.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora