22. Llenar esa risa de silencios

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KRESTEN


Reprimí el impulso de besarla hasta que la música acústica hubiera terminado por ese día. Porque Georgina tenía la risa más bonita de esa ciudad, y aquella guitarra no necesitaba cantante si la tenía a ella como acompañante.

Debía callarla. Tenía que llenar esa risa de silencios, porque si seguía cayendo en ella, estaría perdido.

Los dedos de Georgina seguían jugando en mi pecho. Creaban remolinos, subían hasta mi camisa y erizaban cada parte de mí. Y ella temblaba desde el momento en el que le reté a admitir que yo le gustaba.

Me perdí en los labios entreabiertos de Georgie y en la tímida excitación que revoloteaba alrededor de ella. Ese suave pellizco la había hecho acercarse a mí, con los ojos bañados en excitación contenida. Tal vez, por eso me atreví a retirar un mechón de su cabello detrás de su oreja. Era suave, a pesar del encrespamiento por la humedad de la ciudad. Ella dio un adorable respingo y se mordió el labio. Pestañeó y ladeó el rostro, echando un ojo detrás de mí.

Sabía que Killian nos estaba mirando, que tocaba a mi puerta para recordarme nuestra historia desde la distancia. Una historia que él tenía superada y que no pensaba volver a repetir. No me importó. Las heridas ya habían cicatrizado y desaparecido hacía mucho.

—Eres bonita de verdad —confesé, tomando a Georgina del mentón de nuevo, para que volviese a regalarme una de sus profundas miradas—. No es solo un dato.

Georgie no logró esconder su confusión, a pesar de que lo intentó. Tampoco fue capaz de deshacerse de las amapolas que florecieron, todavía más rojas, en sus mejillas. Era preciosa.

—Gracias, Kresten —me gustaba como sonaba mi nombre en su voz. Era tan dulce que me aturdía.

—Estás como un tomate —bromeé, porque era el único modo de lidiar con la intimidad que se había creado entre nosotros.

Ella resopló y se tapó el rostro, exasperada.

—Eres imposible.

—En inglés se dice igual —continué, con una sonrisita burlona—, pero no decimos tomate, sino remolacha.

—Eso es incluso peor.

—Y que lo digas. ¿Has visto lo feas que son?

—Y saben a tierra.

—A mí me gustan.

—Qué gusto más malo. —Sus ojos se fijaron en mis labios, otra vez. Los míos en los suyos, carnosos, rosados y jodidamente atrayentes.

«Sí, un gusto terrible, Georgina. Porque estoy deseando probarte».

—Malísimo.

Era un suspiro. Estaba a un suspiro. Y lo dejé ir. Aparté la mirada de sus labios y vislumbré a Dayana haciéndome señas desde la distancia. Junto a ella, estaba Míriam, cuya expresión gélida podría haber congelado la ciudad.

«Joder».

—Tengo que irme —le dije a Georgina.

Se cruzó de brazos y se movió hacia mi derecha, alejándose.

—Buena suerte con el chico moreno y la chica pelirroja —me sonrió, divertida, como si lo que acababa de pasar no hubiese tenido importancia ninguna. Como si yo estuviera deseando besar a otra persona cuando solo podía pensar en ella—. Ya me contarás a cuál de los dos intentabas evitar.

Se escurrió entre los invitados, la prensa y los camareros de la inauguración. Fui incapaz de moverme durante unos segundos.

Debí besarla. Me hubiese ayudado a olvidarme de ella que me diera un bofetón. Uno fuerte que me devolviera a la realidad.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora