13. Saber cuándo vender

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GEORGINA

Le había propuesto matrimonio.

Mamá y Albert se iban a casar y yo iba por mi tercera copa de vino esa noche.

La última vez que bebí tanto fue la noche del día en el que mamá me dijo que iba a pedirle el divorcio a papá. Fue la primera y última borrachera de mi vida. Salí con Claudia y Anna, y si no hubiese sido porque ellas me cuidaron toda la noche, tal vez hubiese acabado ahogando mis penas junto a algún vagabundo.

O algo peor.

—Esta es la última —le dije a Anna, que apoyaba la botella sobre la mesa—. No pienso repetir lo que me pasó hace unos años.

Estábamos en el apartamento de Claudia, que se había mudado sola a Barcelona hacía unos meses. Su tía tenía un apartamento vacío en el barrio de gracia y había aceptado alquilárselo a su sobrina por un precio irrisorio.

Anna estaba sentada en el suelo, al otro lado de la mesa auxiliar del salón de Claudia. Se retiró los cabellos cortos detrás de las orejas después de dejar la botella sobre la mesa y agachó la cabeza intentando reprimir una risa. Anna siempre era cauta, hasta cuando la ocasión daba para chistes. En cuanto a Claudia, que se había incorporado de rodillas y cortaba la pizza familiar que nos acababa de llegar a domicilio, estalló en carcajadas sin una pizca de pudor.

—No me molestaría —se río Claudia, tapándose la boca con la mano libre de tijeras. Llevaba la manicura francesa recién hecha—. Eres una borracha muy divertida. Lástima que solo te haya visto pedo esa vez.

Claudia solía ser el alma de la fiesta. Con su altura, su cuerpo de modelo y su cabello azabache, liso y brillante se llevaba varias miradas al entrar en la discoteca. Y si comenzaba a bailar, era fácil que un círculo la rodeara; era bailarina desde los cinco años y se notaba.

—Además, hoy estamos en mi casa, no hay peligro de que robes nada —añadió ella, provocando las risas de Anna.

Puse los ojos en blanco y di un sorbo al vino rosado. Esa noche de borrachera años atrás, acabé con un cono de tráfico en casa. Lo encontré cerca de unas obras, y a mi mente borracha le pareció lógico llevárselo.

—Ay... me da lástima reírme, porque estabas muy triste, pero eras muy graciosa —Claudia citó mis palabras de aquella noche—. Te pasaste todo el camino a casa abrazando el cono en el tren.

Y ellas me habían hecho fotos. Muchísimas fotos en la que salía dormida y babeando, abrazada al como naranja como un koala.

—¡Es mío! ¡No vais a quitarme el cono! ¡Es mío! —me imitó Anna. Claudia comenzó a dar palmas, a carcajadas—. Sí, eso fue lo que gritaste, justo después de sentarte en el banco de Plaza Cataluña y darme las gracias por aquel boli de purpurina rosa que te dejé en segundo de primaria. Te tuvimos que arrastrar hasta el tren porque no querías entrar.

Me tapé el rostro, con una mezcla de vergüenza y diversión. Apenas recordaba cosas de esa noche, pero todavía tenía el cono en mi habitación, junto a mi escritorio. Cada mañana me recordaba la horrible resaca con la que me levanté, justo después de jurarme a mí misma no volver a emborracharme nunca más.

—A mí me preguntó qué había hecho para que me crecieran tanto los pies —dijo Claudia, haciéndose la ofendida—. No he superado todavía lo de ser una pies grandes. —Alzó las piernas al aire y mostró sus pies descalzos—. Vale sí, son grandes, pero preciosos. ¿No te gustan, Georgina?

—Ya basta —intenté parecer digna, pero me fue inevitable contener las risas contagiosas de mis amigas—. Esa noche se me fue por completo.

Yo siempre dejaba de beber en cuanto notaba que ya iba... contenta.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora