41. Sin decir adiós

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KRESTEN 

Doña Manuela apareció en mi vida después de una discusión con Harald.

Llevábamos un mes encerrados en mi apartamento y yo me sentía como si el mundo estuviese jugando en mi contra.

Justo cuando había conseguido romper los barrotes de mi jaula, me quedaba encerrado en una nueva, con una compañía que me había perseguido de por vida: Harald.

Siempre juntos.

Dios, el destino o lo que fuera que había allí arriba, debía estar riéndose de mí y disfrutando con mi desgracia.

Quería beber. Joder.

Quería beberme hasta el alcohol para curar.

«No vas a abrir eso. Un adicto no puede tomar ni una gota», me había dicho Hal cuando me vio con la botella de whisky que había comprado.

«Igual pillo el puto virus mañana y me muero. Déjame beber y vete a llorarle a tu mujer un rato», le dije.

Me retó con esa determinación y seriedad que le invadía cuando abandonaba su papel de hermano y hablaba como un futuro psiquiatra.

«No vas a beber y no seas catastrofista», me contestó.

Me quejé y él aprovechó mi indignación para arrebatarme la botella. No hubo tiempo de forcejear. El muy imbécil lanzó la botella contra el suelo, con la suficiente fuerza para que estallara en pedazos. El olor a whisky invadió la vivienda, y me hizo temblar. El mono aumentó y me desquicié.

Lo empujé contra la pared y grité.

Grité tantas cosas que ni siquiera recuerdo lo que salió de mi boca. Pero si recuerdo lo que salió de la suya:

«¡Me da igual si no me has pedido que te ayude! ¡Eres un imbécil, pero por mucho que me repliques y te enfades, no voy a dejar que te hundas en tu propia mierda! ¡Vine al mundo contigo y no pienso quedarme en él sin ti! ¿Me oyes?».

Le grité que lo odiaba, aunque no era verdad. Y me gritó de vuelta, con los ojos inyectados en rabia e impotencia. No comprendía qué me había hecho para que lo odiara tanto.

Él no entendía que yo pensara que él era perfecto, porque no lo era.

Él no comprendía que mi rabia se había acumulado por cosas que no eran su culpa, pero que se llevaban lo peor de mí, contra él.

Ante mi silencio, se dio la vuelta, indignado, y se encerró en mi habitación de un portazo.

Tuve que recoger el alcohol y los cristales rotos, entre temblores y sudores desesperados. Llevaba ocho meses limpio y lo había estado a punto de arruinar por un arranque de frustración.

Me daba asco a mí mismo.

Porque después de cortarme con los cristales y llorar ante el impulso de lamer el alcohol del suelo, volví a encontrarme con ese yo que había dejado en Oxford. Creí haberlo encerrado en el garaje, junto con el recuerdo de mi padre, pero me había seguido. Estaba allí, tentándome, intentando demostrarme que yo siempre sería la misma mierda.

Llevaba veintidós años siendo un problema para todos.

Y entonces apareció ella. Tocó al timbre una primera vez que ignoré, pero la segunda, me puse una mascarilla quirúrgica y salí refunfuñando. Se presentó con una sonrisa y me dijo, que traía croquetas recién hechas porque se había pasado con las cantidades y si no las compartía, comería croquetas por dos semanas enteras. Se ofreció a ayudarme si lo necesitaba, ya que estábamos encerrados en ese edificio y me preguntó si era extranjero.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora