17. Hormigas

445 56 18
                                    

GEORGINA

A veces, una mujer solo desea ponerse el pijama, hacerse una ensalada de tomate gigantesca y tumbarse en el sofá a ver la serie más dramática que pueda encontrar en el catálogo. Y si es de época, mejor.

Sobre todo después de una charla intensa con mi padre, que estaba preocupado por mí y no quería que condujese más. Yo tampoco quería hacerlo, no después de que colapsara frente a una niña que se me había cruzado y Kresten tuviese que ayudarme a salir de la situación. ¿Qué hubiese pasado si hubiese ido sola en el coche? No sabía cómo habría salido de allí.

Si no conducía yo, ¿quién iba a hacerlo? ¿Arnau? Le hacía falta una buena dosis de responsabilidad si teníamos que contar con él para que estuviese en casa cuando necesitábamos ir al hospital o a comprar.

A mi hermano no le había hecho ninguna gracia que papá le dijese que a partir de ahora él se encargaría de llevarlo a rehabilitación, pero después de refunfuñar durante media hora, parecía haberse dado por vencido. Por fin papá le ponía los puntos sobre las íes.

Así que, por el momento, me daba una pausa. Al menos durante unos días.

Rendirme no era una opción, pero no descartaba las treguas.

—Oye, ¿y papá tarda mucho en el hospital? —me preguntó—. Porque a ver como me las apaño con el tiempo que voy a perder ahí.

—Lo que tenga que tardar, Arnau —le repliqué—. Si necesitas estudiar, hay una cafetería.

Nunca hacía nada en casa, y no le iría mal colaborar por primera vez en su vida. Arnau había conseguido el permiso de conducir hacía unos meses, así que, a decir verdad, me parecía justo que después de tres años llevando yo a papá, se dignara a hacerlo él.

—¿Viste Eurovisión? —mi hermano cambió de tema. Se había acercado a los cajones del armario bajo el televisor, dificultándome las vistas del guapo protagonista.

—La vi con mamá —le contesté. Moví la cabeza en busca de un ángulo que me diese visión—. ¿Y tú?

—Tenía mejores cosas que hacer.

Arnau cerró el cajón cuando encontró unas tijeras y se retiró hasta la mesa que utilizábamos para comer, donde descansaba una caja grande que le había llegado esa mañana por correo.

—Mamá dice que siempre le dices que estás ocupado.

Él apoyó el brazo sobre la caja, y me miró fijamente, con los labios apretados. Mi padre me había hablado con ese mismo gesto minutos atrás.

—Gina, mamá está viviendo su cuento perfecto con su nuevo prometido rico —soltó un resoplido sarcástico—. Está jugando a las familias y a las escapadas cada fin de semana. Sinceramente, que le den. Y ahora dice que se va a casar. No me preguntes por la boda. No pienso ir.

Sería mucho más difícil soportar esa boda sin mi hermano. No me gustó el regusto amargo que se me instaló en la boca. No quería enfadarme con él, ni con ella, pero... joder, me dolía el corazón. ¿Haría ella algo ahora que hijo se negaba a ir a su boda? ¿Haría algo él? ¿Ninguno se sentía terriblemente egoísta?

Arnau volvió su atención a la caja y pasó las tijeras por la cinta adhesiva.

Ni siquiera lo intentaba. Y eso era lo que más me dolía. Arnau no solo había aceptado que nuestra familia se había roto, sino que, además, se regodeaba en ello.

—Que ella tenga una nueva vida no implica que tengamos que dejar de hablarnos —le dije.

—Ella fue la primera en irse —replicó él.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora