33. Una taza de té

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KRESTEN

Sergio se acercó a la nevera de su cocina. Todavía me temblaban las manos y se me atascaba la bilis en la garganta con el olor a botellas vacías de alcohol. Mi cuerpo recordaba demasiado bien lo devastado que se sentía después de vomitar.

—¿Quieres tomar algo? —me preguntó.

—No, gracias —le contesté. Ese olor me cerraba el estómago.

Sergio se sirvió una taza de café, supongo que para contrastar la cantidad de alcohol que se había metido en las venas ese fin de semana. Por lo que sabía, acaba de volver a su casa de navegar toda la noche.

—Oye tío, no te lo tomes mal —dijo de pronto—. Pero eres un aguafiestas. La pobre Georgina se ha pasado toda la noche sola, ¿por qué no has venido? Invité a las amigas de Claudia exactamente para eso.

La parte en la que él invitó a Georgina a ese barco solo para que yo fuese a pasar la noche con ella todavía me hacía sentir incómodo. ¿Hubiese sido una genial idea ir? Sí. ¿Era raro de cojones que me apuntara a una cita triple con la chica con la que había prometido fingir que no había pasado nada?

También.

Así que me quedé en casa, para ahorrarnos el mal rato a ella y a mí. Quería hablar con ella, pero ese no hubiese sido el mejor momento. Además, la idea de trasnochar para abrir la cafetería sin haber dormido nada no me parecía la mejor.

—No hay nada entre Georgina y yo —le contesté—. Así que déjalo.

Mi amigo alzó las manos en símbolo de rendición.

—Lo que tú digas, tío —contestó, divertido—. Se ha ido en tren desde Mataró a su casa sola. La verdad, no he conocido a nadie tan fanático por el transporte público en mi vida.

Mataró era una ciudad costera a media hora de Barcelona.

—¡¿Cómo que se ha ido sola?! ¡¿La has dejado ir sola desde allí hasta a su casa?!

Sergio se encogió de hombros.

—Es que anoche estuve dando vueltas con el barco, y esta mañana ha querido irse. Era el puerto que tenía más cerca. Le he dicho que te llame, pero no ha querido.

Sí, tendría que haber ido a pasar la noche con ellos. Joder. Hice una búsqueda rápida y descubrir que desde donde él la había dejado hasta su casa, había tardado casi dos horas.

—¿Me estás jodiendo, Sergio? ¿La has soltado ahí como si fuera un paquete?

Él se encogió de hombros.

—Ya es mayorcita. Si quiere ir en tren, ¡¿yo que quieres que haga?! Joder. Haces igual que Claudia. Se ha enfadado porque no he llamado a un taxi. ¿A mí qué me contáis? Ella parecía muy tranquila y convencida de irse en tren.

Georgina era lo suficiente adulta como para cuidarse a sí misma, sí, lo sabía, pero no me gustaba la idea de que tardara dos horas en llegar a casa si había un trayecto en coche que no llegaba a la media hora. Y menos después de una noche de fiesta. Sola.

Tomé una gran bocanada de aire.

—La próxima vez —dije—. Si es que hay próxima, me llamas y si no me localizas, llamas a un puto taxi. No la vuelvas a dejar sola en el puerto de una ciudad a treinta y cinco kilómetros de la suya.

Mi amigo apretó la mandíbula y asintió.

—Vale —dijo, con un tono que hablaba más de ataque que de aceptación—. ¿Podemos dejar ya el tema? Estoy un poco hasta los cojones de Georgina hoy. ¿Qué tal ha ido en la cafetería?

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora