25. Ansia y miedo

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GEORGINA

Yo. Lo había provocado yo.

Estaba llena de adrenalina. Me temblaban las piernas, me ardían los labios y no sabía qué demonios hacer con las manos.

¿Vendría a por mí? Porque lo estaba deseando.

No podía despegar la mirada de la entrada a la sucursal, esperando que mi vikingo favorito cruzara las puertas y se plantara con todo su descaro frente a mí.

Lo había puesto a prueba. Después de pasar un fin de semana comiéndome la cabeza por respuestas, había salido a por ellas. Quería saber si lo que sentí en la inauguración era solo cosa mía o del juego que él se inventó. Y, para mi sorpresa, me había gustado el resultado.

Sobre su tarjeta, sí sabía lo que había pasado. Se había pasado el límite, que tenía bastante bajo y simplemente debía subirlo desde la aplicación. La solución era instantánea.

Pero había descubierto que me gustaba jugar con él y quería que viniese a verme. Sobre todo después de ese maldito email. ¿De verdad se pensaba que iba a llamarlo si me lo decía en mayúsculas?

Demasiada violencia gratuita.

Y allí estaba él, cruzando las puertas de la sucursal quince minutos más tarde.. Me dedicó esa mirada desafiante que tanto me irritaba y me gustaba a partes iguales y se cruzó de brazos, poniéndose al final de la cola. Apenas había dos personas más para las que me estaba costando tener ojos gracias a él.

—Quiero que me des todo el dinero en efectivo que tengas —una voz rota y robótica me sacó de mi ensoñación.

Me eché un paso hacia atrás y crucé los brazos, extrañada. Debía haber escuchado mal.

—¿Disculpe?

La persona que tenía frente a mí llevaba los ojos cubiertos por unas gafas de sol y una mascarilla. Bajo su gorra se adivinaban unos cabellos oscuros. Se apoyó en el mostrador, y aunque no le vi los ojos, supe que me miraba fijamente.

—No seas tonta —la voz distorsionada me heló la piel—. Dame todo el efectivo.

Había escuchado sobre casos de atracos, pero nunca pensé que me pasaría a mí. Un miedo gélido y feroz me recorrió de pies a cabeza, anclándome al suelo.

Las manos ya no me temblaban de excitación.

—No puedo hacer eso —contesté, con un esforzado hilo de voz.

Sacó un cuchillo, que lleva escondido en la manga de su chaqueta tejana. Escuché una exclamación a sus espaldas.

—Dame todo el efectivo —el atracador se dirigió al resto de clientes—. ¡Que nadie se mueva!

Yo no podía ver a nadie más que a ese hombre. Kresten desapareció, la chica frente a él también y el único brillo que me cegó fue el del cuchillo.

El espacio se hizo pequeño y no podía respirar.

—Señor, baje el cuchillo —me hubiese gustado sonar más firme, pero estaba aterrorizada.

Una muchacha que no tendría más de veinte años estaba detrás. El encapuchado la agarró por el brazo y le puso el cuchillo en el cuello.

—Dame el dinero o le rajo —me amenazó.

La chica gritó. Su rostro se desconfiguró y su respiración estaba tan agitada que la sentí como mía.

Yo seguía anclada al suelo.

—Señor, cálmese, por favor —la voz del señor Serra sonó a mis espaldas. No sabía cuando había salido de su despacho.

—¡El dinero! —exclamó el atacante.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora