26. Amapolas

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KRESTEN 

Georgina estuvo diez minutos fuera, con el teléfono enganchado a la oreja y los ojos en la pantalla del ordenador.

Me distraje, como pude, organizando los últimos libros ilustrados que había comprado y que, seguían en una bolsa de papel junto al mueble. Después eché un vistazo a mi móvil. Tenía un mensaje de Sergio, que se había quedado en la tienda después de que le explicase lo ocurrido en el banco. Todo iba bien por allí. Y a él le iría bien darse cuenta de que, en realidad, si se esforzaba y dejaba de remolonear, podía controlar la librería él solo.

Aparté el teléfono cuando Georgina volvió al salón, cohibida. Dejó su portátil en su bolso y se abrazó a sí misma con el brazo derecho. Me miró, mordiéndose el labio. Tenía los labios increíblemente suaves y ni siquiera había llegado a probarlos. Nos habíamos deleitado demasiado con caricias que no podían considerarse besos creyendo que nadie osaría interrumpirnos.

—¿Tu jefe hace eso mucho? —le pregunté—. ¿Justo después de que te hayan amenazado con un cuchillo?

Ella frunció el ceño y me pareció que casi había olvidado el atraco. Yo no había olvidado el hielo corriendo por mis venas cuando la creí en peligro. Tampoco el metal congelado de la pistola en mi sien.

—Sí, suele llamarme varias veces por semana —contestó.

—Pues va a comenzar a caerme muy mal.

Georgina esbozó una media sonrisa enternecida e, indecisa, se acercó a mí.

Yo no traía a chicas a mi casa para ver la tele.

De hecho, a excepción de Sergio, no traía a nadie que no fuera a meterse directo en mi cama. Y mucho menos me quedaba con un beso en la comisura de los labios porque, después de que me interrumpieran, parecía haber olvidado por donde continuar.

No.

Eso no me había pasado nunca.

Y para colmo me dolía la nariz.

—Acabo de darme cuenta de que he encontrado algo que no quiero —confesó—. Y es justo esto.

Ese era un gran paso. El primero. El más importante. O al menos así fue para mí.

—No quiero que me llamen cada tarde para entretenerme con cosas que no son mi trabajo —explicó, con los hombros caídos. Dio un paso en mi dirección—. Siento que abusan de mí.

—En ese caso, si vuelve a llamar, no contestes.

—Pero... —comenzó, temerosa—, ¿y si luego tengo problemas por no contestar?

—No debería.

—Este trabajo es lo único que tengo. Es lo que nos permite llegar a final de mes.

Georgie hizo muy buen trabajo conteniendo las lágrimas, como siempre. Como la noche que la fui a buscar a ese pueblo perdido en la nada, como cuando su madre la rechazó.

Conteniéndose.

Siempre.

—No importa —prosiguió—. Cuando mi compañera vuelva podré volver a mi formación y seguro que dentro de un año esto ni siquiera me importa.

Sí, sí que importaba porque a ella le afectaba. A diferencia de lo que siempre había pensado, la máscara que había cubierto su rostro durante los últimos dos años no era para los demás; era para ella. No quería ser yo quien le dijera que, tal vez, dentro de un año podría seguir igual si ella misma no se ponía en acción. La vida nunca cambia a tu beneficio si te quedas quieto observándola.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora