37. Llorar

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KRESTEN 

Fui a buscarla tan pronto descolgué.

«Mi padre no soporta verme», me había dicho ella, desolada.

No supe cómo acabar con sus lágrimas.

A la tarde siguiente, su madre vino a verla. Georgina no parecía tener ánimos para nadie, y aun así, Nora consiguió calmarla. Hablaron durante más de dos horas, y cuando volvió a mi casa por la noche, (ya que se negó a volver a casa de su padre), se deshizo en llantos de nuevo.

—Mi madre cree que mi padre ha hecho lo mejor —dijo—. No entiendo como pueden pensar que lo mejor es separarnos a todos y poner muros enormes —me miró a los ojos con una tristeza profunda, mientras se llevaba la mano al corazón, como si así pudiese sostenerlo—. Me duele. No sabía que mi familia podía hacer que me doliese tanto el corazón.

Y dolía más que un desamor.

Papá siempre dolió más que Killian. La decepción de mi madre siempre dolió más.

—Lo sé, amor —la sujeté fuerte contra mí—. El dolor pasará —le prometí—, y construirás una vida maravillosa, solo para ti.

Ella negó con la cabeza, pero no dijo nada. Me hubiese gustado ser más acertado con las palabras, pero ese era un defecto que me había acompañado siempre.

Dos días después, las lágrimas de Georgie seguían flotando en su rostro. Era la resignación de un corazón roto. A ratos, su llanto se extinguía y se quedaba con la mirada perdida en la pared, callada, vacía, hasta que volvía a llorar de nuevo. La abracé con fuerza todas las noches, pero cuantas más palabras de consuelo le dedicaba, más lloraba, así que al final, opté por callarme.

No pude convencerla para que se quedara en casa y se tomara unos días de descanso. Se dirigió a The Bookclub's café, decidida a mostrar una sonrisa que no hizo más que caerse y derretirse en su rostro. En cuanto se creía sola, sus ojos se llenaban de lágrimas silenciosas que se limpiaba antes de que pudieran notarse. Mis intentos por consolarla no habían funcionado. No podía mandarla a casa porque ese era el motivo por el que lloraba, pero tampoco podía permitir que se pasara el día trabajando en ese estado. No sabía qué hacer.

—¿Le has hecho algo? —me preguntó Dayana, intentó esconder su tono inquisidor, pero no lo logró.

—No —le respondí, sin mirarla, mientras abría los archivos de los horarios que debía repasar—. No llora por mí.

Ya estaba siendo suficiente complicado soportar no ser capaz de consolarla, como para que todo el mundo pensara que había sido culpa mía. Míriam no había perdido oportunidad de dejarlo caer, y la mandé a atender la terraza porque mandarla a la mierda delante del resto de compañeros me hubiese ganado una reputación que no me apetecía tener.

—¿Quieres que llame a Claudia? —me preguntó Sergio, que había entrado tras Dayana con clara preocupación. No me hizo falta preguntarle si su novia le había hablado del tema, sabía que sí, porque ella misma me había escrito preguntándome por el estado de su amiga—. Está preparándole una habitación en su casa, tal vez si consigue que vaya con ella, logre calmarse un poco.

Georgina acabaría viviendo con Claudia porque esos eran sus planes, pero quería permitirme cuidarla un poco más. La idea de pedirle que se fuera a encontrar consuelo en las palabras de otra persona no me gustaba, no después de que Georgie me pidiera explícitamente que estuviese a su lado.

—Me considero bastante capaz de consolar a mi novia —le respondí. Me recosté sobre la silla y respiré hondo. «De momento no te ha ido muy bien con los consuelos»—. Le escribiré si Georgie la necesita.

Club de lectura para días soleados [The bookclub 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora