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Asumir la vida

Marizza P. Spirito

Tardé dos años en asumir el abandono. Tal cual. No voy a adornarlo. Tardé dos putos años en asumir que Pablo no iba a volver. Y que yo no quería ir en su busca.

Los primeros tres meses fueron, creo, los más largos, porque entonces aún estaba viva la fantasía de que, pasada su aventura en el crucero, volvería. Que se presentaría en mi puerta, bronceado, sonriente, arrepentido... y me diría algo tonto pero con mucho significado, algo como:

—¿Ya pasó el «para siempre»? Me cansé de esperar.

Eso, como puedes imaginar, no ocurrió y los tres meses siguientes se convirtieron en una prórroga en la que cualquier pensamiento iba seguido de «pero a lo mejor vuelve».

Supe de él unos nueve meses después de la última vez que lo vi en la Terminal. Solía pasarme que a veces, en medio de una muchedumbre que andaba por la Gran Vía o que recorría Buenos Aires de una acera a otra, se me paraba el corazón porque me parecía verlo. Normalmente esperaba quieta, casi sin parpadear, para comprobar si era él, pero nunca lo era. Hasta que sí lo fue, porque Buenos Aires es muy grande. Yo iba hablando por teléfono con mi hermana Luján, con las ventanillas del coche de la empresa bajadas, mientras revisaba en el iPad un par de cosas. Multitask. Estaba agobiada porque al día siguiente tenía una reunión importante y bajé la ventanilla para que me diera en la cara la brisa de primavera, aún un poco fría. Y lo vi.

No llevaba consigo más que las manos hundidas en los bolsillos de una campera de cuero que le quedaba muy bien. Le había crecido el pelo y lo llevaba peinado con rulos pequeños, en una especie de look pero arreglado. No sabía de dónde venía ni adónde iba. Solo supe que no quería detenerme para averiguarlo.

Él me vio. Sí, también me vio. Me vio mirarlo, dejar caer hasta mi regazo la mano que sostenía el teléfono y conjugar su nombre en mis labios, sin apenas moverlos. Él me vio prefiriendo abandonar la posibilidad de pedir explicaciones, de exigir su regreso. Él me vio marcharme, en mi auto, en mi vida.

Me escribió aquella misma noche. Sabía que lo haría y, aunque estaba preparada, lloré mucho. Nunca pensé que, si volvíamos a vernos, sería de este modo.

Perdóname por haberme ido así. Perdón por no haber dado la cara frente a lo que sentíamos. Perdón por haberme hecho chico cuando tocó ser grande. Lo siento, Marizza, porque queriendo no sufrir nos hice daño. Si recibís este mensaje es porque no cambiaste de número, así que gracias por darme la posibilidad de decirte que nunca te olvidé.

Lloré durante más de cincuenta minutos sin parar y, cuando pude tranquilizarme, tiré al cuarto de las basuras las flores que tanto me había costado secar, porque ya no significaban nada.

Otra lección: el amor no es que caduque, es que hay que conjugarlo a tiempo o dejará de significar algo.

Porque yo había estado esperando nueve meses y él estaba allí. Porque ninguno de los dos escribió al otro. Porque ambos nos escondimos en la fantasía romanticona e infantil de los amores que no pueden ser para no asumir que no tuvimos las agallas necesarias para hacerlo posible.

Tiré las flores y después me odié por ello, pero al día siguiente ya no había marcha atrás: había entrado de pleno en la segunda fase del duelo. La ira.

Lo odié durante unos cinco meses más, pero no sirvió de nada hasta que no dejé de vigilar sus redes sociales, por si un día publicaba alguna foto que me hiciera el suficiente daño como para quemar hasta los recuerdos que guardaba
en mi pecho. Pero no. La última foto seguía siendo «Nosotros», como a quien le gusta ver flotar a la deriva la proa del barco en el que ha naufragado.

Un Plan Perfecto || {Pablizza} ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora