48; fix the mess

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Arreglar el desastre

Marizza P. Spirito

¿Por dónde empezar? ¿Por dónde comenzar a enmendar los errores encadenados que llevaba cometiendo desde años atrás? ¿Llamar a Filippo?

¿Pedir una reunión con el Consejo para informarles de que ya estaba de vuelta y que pensaba reincorporarme INMEDIATAMENTE porque tenía el treinta y siete por ciento de las acciones de la empresa y me salía del toto?

¿Vender las acciones y largarme a vivir a mi pisito de Londres? ¿Vender también el pisito de Londres y pasarme la vida con Pablo en una playa?

Empecé por la maleta. Era una salida cobarde, pero también reclamaba mi atención. Chana alucinó cuando llegó y me vio poniendo una lavadora. No es que sea una de esas minas a las que se les caen los anillos por hacer una tarea doméstica, es que normalmente no tenía tiempo de hacerlo (aunque, ya lo sé, hay tiempo para todo si una se organiza).

—Pero, Marizza, deja eso, ahora lo hago yo.

—No, no, Chana. Tómate un café, yo sigo. Necesito una tarea que me mantenga ocupada un rato mientras pienso.

—Pero...

—Sin peros.

Luján llegó a media mañana, horrorizada. Nuestra madre volvía a hacer ayuno y quería que lo hiciera con ella porque «ya se sabe, las mujeres tenemos que mantenernos siempre mejor que los hombres, para que no nos dejen».

—En serio..., si estuviéramos en la Edad Media le diría a la Inquisición que la he visto invocar al diablo. Qué dañina es...—se quejaba.

—Es una retrógrada machista y simplona, pero déjala estar. ¿Te preguntó por mí?

—Bueno, me preguntó si creo que Filippo podrá perdonarte la tontería esa que tenés, y comentó el error que fue dejarte estudiar tanto.

Bufé. Me apeteció muchísimo presentarme en su casa con Pablo y morrearlo encima de su mesa Luis XVI, tan horripilante como los sillones a conjunto.

—¿Ya hablaste con Filippo? —quiso saber Luján.

—Voy a pasar el fin de semana afuera —dije cambiando de tema.

—¿Dónde?

—En un pueblito.

Luján me miró arqueando una ceja.

—¿Y dónde está ese pueblo?

—Ni idea. Creo que en la provincia de Córdoba.

—¿Con Pablo?

Hice un mohín con el que le pedí, por ondas cerebrales, que no me juzgara.

—Ok. Vestite, dale. Vamos a ver a Mía.

Bueno. Pues la lista de tareas iba a comenzar por ahí.

Mi hermana Mía vivía en un chaletazo al norte de Buenos Aires, de esos que parecen sacados de un programa de decoración americano. Tenía buhardilla, donde Manuel y ella compartían un precioso despacho con vigas de madera y
tragaluces que en invierno se llenaban de nieve; sótano acabado, con sala de juegos, lavadero y gimnasio, y dos plantas en las que se repartían cinco dormitorios y seis baños. Y en esos lares, ella reinaba como la princesa de Frozen. La reina del hielo: cariñosa, adorable, guapa, pero que no se te olvidara que de un gesto podía congelarte las entrañas.

Nos abrió una chica que no conocíamos. Como mamá, Mía cambiaba el personal de servicio constantemente. Le pasaba igual con las niñeras. A veces se obsesionaba con cosas tontas, como que le robaban suavizante de la ropa o que Manuel las miraba mucho. Era absurdo, pero Mía tenía la desgracia de haber heredado algunos genes más de la familia de mamá y, de la misma forma que le habían brindado una belleza espléndida, también habían dejado tontuna a su paso.

Un Plan Perfecto || {Pablizza} ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora