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A tropiezos llegamos al baño, con mi boca en su cuello y sus manos paseando por mi espalda, aferrándose a la tela y enterrando sus yemas en mi nuca. La música del lugar, comercial en su mayoría y popular para acompañar el espacio, fue olvidada cuando nuestros jadeos cortaron el sonido gracias al eco del especio.

No nos fijamos por la presencia de alguien más dentro de los cubículos, nuestra intención era adentrarnos de prisa al primer abierto, encerrándonos en el mismo con movimientos erráticos que buscaban mantener nuestros labios juntos.

Mi brusquedad lo llevó a estampar su cuerpo contra los blancos mosaicos, subiendo sus piernas alrededor de mis caderas, queriendo un mayor roce entre nuestras intimidades. Sus jadeos se volvieron más ruidosos al simular embestidas y goce de la forma en la que sus cabellos se arrastraban con la pared, pues su cabeza tirada hacia atrás me permitió atacar su cuello con repetidos besos húmedos, lamidas, mordidas, con un deseo incontrolable de marcar su nívea piel.

─Ah... Ba-basta... ─jadeó ─. Te necesito den-dentro ¡ah!

Siseé en su clavícula, dejando de manosear sus piernas y glúteos para dejarlo de nuevo en el suelo, girando su cuerpo y manteniéndolo con la mejilla izquierda contra la pared. Su labio inferior fue prisionero de sus dientes al atreverme a bajar tanto su pantalón como su ropa interior, acariciando su culo, moviendo mi eje contra sus nalgas y gozando, exquisitamente, de cómo se retorcía desesperado. Sin embargo, con mucha paciencia, mojé dos dígitos para adentrarlos en su organismo a la par que buscaba la forma de aliviar mi pene y buscar el preservativo.

Algunas veces quería actuar rudo, ser brusco y arremeter contra su culo codiciosamente. Perder la cordura al hundirme en él. Quería castigarlo por ponerme caliente con su simple imagen paseando en mi memoria, con su persona en fantasiosas escenas dentro de mi mente. Quería castigarlo con mi polla por hacerme desearlo.

─Estoy listo... ya... ─balbuceó.

─ ¿Ya qué? ─cuestioné en un jadeo.

─ ¡Jódeme!

La calma, el cuidado, el pensamiento racional de proteger su culo de mi salvajismo, todo aquel ápice de cuidarlo como era debido, se fue a la puta en cuanto le escuché gritar. Fue un detonante a dejarme ir por la locura.

Saqué mis dedos de su interior, acomodando mi eje y adentrándolo de una estocada, moviendo mis caderas velozmente, azotando su culo con mi pelvis en el movimiento brusco. Esta brutalidad que lo hacía aferrarse de la pared como pudiera, teniendo de último recurso el aferrar sus uñas a la zona, aunque fuera prácticamente inservible. Por lo que besé lo que podía de su nuca, para premiar su soporte con un poco de cariño. Mordí lo que podía morder, para castigarlo y recordarle que su nebulosa excitación nos había vuelto unos irresponsables. Y, penetré con toda la fuerza que en mis caderas existía, para hacerlo mío un poco más que las veces anteriores, queriendo fundirme con su cuerpo en un descomunal placer.

Mi pie resbaló de la taza de baño, me incorporé de mejor forma, con mi corazón martilleando en mi pecho por las múltiples sensaciones recorriendo mi cuerpo. Porque, cada vez, a pesar de estar en una misma posición, a pesar de ser él, a pesar del protocolo que creamos, nunca era igual. Cada visita desencadenaba una mayor fuerza, deseo y algo más que no sabría explicar, era como el estar siendo consumido desde el interior, como si varias pinzas eléctricas estuvieran en cada poro de mi piel y descargaran corrientes al mismo tiempo. Como si su cuerpo solo estuviera hecho para mí y para recibir lo que yo quisiera darle. Lo giré, subiéndolo de nuevo contra la pared del cubículo, logrando tener su mirada puesta en mí, con esos ojos adormilados por el placer.

Entre nuestra excitación, escuchamos la puerta externa abriéndose, deslicé mi mano hasta la boca del pelinegro, acallando así sus gemidos y mordí mi labio. Necesitaba dejar de expresar audiblemente lo mucho que estamos disfrutando dentro de esas cuatro prohibidas paredes. Sin embargo, aunque mi boca y la suya no revelaran nuestra excitación, tal vez lo hacia el chasquido de nuestras pieles al chocar, pero poco importaba, porque no iba a disminuir el ritmo y mucho menos parar.

GigolóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora