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Llegué inexplicablemente a mi departamento, casi cayéndome al suelo por el cansancio repentino que cubría mi cuerpo y no era físico, tenía esto de que podría correr mil kilómetros, era cansancio mental. Tener batallas mentales duele, cansa, se lleva mucha energía.

Se llevó toda la energía que tenía.

Pero me dejó la suficiente para saber que estaba sufriendo; había caído de rodillas nada más abrir la puerta, con lágrimas corriendo por mis mejillas y perdiéndose en la barba que si seguía como iba, pronto sería larga y tupida.

Me limpié varias veces tratando de quitar las lágrimas violentas que sin permiso alguno salieron una tras otra. Mi cuerpo se estaba desahogando solo, sin mi consentimiento.

Cuando pude levantarme, lo primero que hice fue correr a la alacena en la que tenía la botella de alcohol que tanto me esperaba, un delicioso vodka. Abrí la botella de una y la empiné en mi boca, sintiendo al instante el líquido entrando a mi lengua y yendo a mi garganta, quemándola en el proceso.

Ahora sí era momento de ponerme ebrio.

El dolor, no era para nada igual a los otros que había sentido, este era más potente y podía sentirlo en cada parte de mi cuerpo, exterior e interior. Era como si me estuvieran arrancando la piel y las uñas poco a poco, era como si me estuvieran desmembrando y es que así se sentía, como si me estuvieran arrancando algo del cuerpo, como si esta parte importante se desprendiera de mi anatomía. Era tortuoso, podía sentirlo tan claro, como el olor a tierra mojada cuando llueve o el olor de la comida en la cocina. Se sentía tan claro como los labios de Constantinne sobre los míos.

Y no sabía si podía olvidar este dolor o dejarlo de sentir.

Yo en verdad nunca había tenido buena resistencia al alcohol, menos siendo vodka, entonces para cuando me terminé la botella, yo ya estaba ebrio. Aun así, podía sentir perfectamente el dolor, seguía ahí, no se iba, estaba apresando tan mal mi corazón, dolía como el infierno.

Me perdí, me perdí en la desesperación por el dolor, comencé a destruir cosas en mi apartamento; volqué los sofás, la mesa de centro que se rompió por tener un vidrio cubriéndolo, tiré todos los libros y decoraciones de los estantes, hice añicos el bonito florero en mi comedor y, si eso no fue suficiente, comencé a romper contra la pared, las pocas pertenencias de vidrio que tenía por ahí.

Ni siquiera el que mis pies estuvieran llenos de vidrio me había importado. Fue demasiado, estaba harto.

Había pedido el control total.

Y seguía doliendo.

No había sentido un dolor así antes.

¿Qué me has hecho, Constantinne?

Soy un asco.

Tenía lagunas mentales, ya que la mayoría del tiempo me la pasaba ebrio y, cuando no lo estaba, era porque se había acabado el alcohol, pero iba a comprar más. Tenía mucho dinero ahorrado y estaba dispuesto a gastarlo todo en alcohol.

Entonces eran varias botellas de vodka, whisky, cerveza, cosas que pudieran embriagarme y cigarrillos, muchos cigarrillos. La comida ya no era tan necesaria si estaba ebrio, además que la última vez que tomé y comí el mismo día, lo había vomitado todo.

¿El dolor? Seguía ahí, a veces ardía, a veces quemaba, las otras eran como la primera vez que lo sentí y cuando no estaba, me sentía tan vacío, como si se hubiera llevado mi capacidad para sentir algo más.

Lo peor de todo, es que Constantinne seguía en mi mente, seguía en mi cabeza y yo no sabía por qué. Me dolían tanto nuestros recuerdos, dolían mucho.

GigolóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora