Capítulo 27 Mansión Galloway 27 de diciembre de 1942 Katherine Jones

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— ¿Cómo se lo ha tomado? — me pregunto con preocupación en su rostro, aunque era evidente.

— ¿Cómo crees que se lo ha tomado? Está asustado— contesté—. Tendrá mil preguntas rondándole la cabeza y sin ninguna respuesta— musité como si estuviera hablando conmigo misma.

Los neumáticos de un vehículo hacían que la grava del camino principal, que daba acceso a la vivienda, resonara. Jack y yo volvimos a hacer contacto visual, con mirada cómplice. Extrañados con que alguien llegará sin previo aviso a aquel remoto lugar. Nos dirigimos a paso ligero escaleras abajo, hacia el vestíbulo, para averiguar quién era la visita. El Señor Galloway apareció, decidido a abrir la puerta, sin ni siquiera pensárselo dos veces. Y en aquella mañana gris y gélida surgió entre la neblina una silueta menuda y jorobada, que se desplazaba hacia la puerta, con demora, ayudándose con un bastón mientras su vestido se balanceaba a cada paso que daba. Era una anciana vestida de luto, con velo que le cubría el rostro. Subió con dificultad los tres escalones de la entrada y una vez que estuvo dentro, William nos indicó quien era.

    — Hola, Madre.

    — Ni si quiera te has molestado a ayudar a tu pobre madre anciana a subir los escalones ¡Qué modales! — gruñó mientras se retiraba el velo de su rostro.

Era una persona que te ponía los pelos de punta, pero, con postín. Su apariencia era casi escalofriante, con aquellos ojos grises prominentes. Era de carácter fuerte y fría. No mostró ningún gesto de cariño hacia sus hijos. Daphne apareció, sorprendida de que hubiese venido sola hasta allí. No hubo abrazos ni besos. En lugar de ello, hubo frialdad entre ellos como si fueran simples desconocidos. Simplemente, a modo de saludo hicieron una reverencia, agachando las cabezas ante ella. Daphne fue la única que le dio un beso en la mejilla, pero sus labios ni si quiera toco la piel albina y marchitada de la mujer.

— ¿Ustedes quienes sois? — preguntó al percatarse de nuestra presencia allí, mirándonos con ojos acusadores

Nos presenté.

—Baronesa Helena Galloway Steward soy la detective que contrató su hijo, Katherine Jones, él es mi ayudante Jack Connor, mucho gusto—hice una reverencia, aunque me sentí un tanto estúpida e intimidada al mismo tiempo, mientras mantenía sus ojos decrépitos.

Los niños aparecieron en el rellano de la escalera en aquel preciso instante. Nathan parecía tenso. Apretaba la mandíbula y parecía estar un poco agitado, mientras que la pequeña Lilith se ocultaba tras él, aterrorizada. Mientras, el servicio la saludaba.

— Bienvenida, Señora Baronesa

Los niños bajaron, pero ninguno de ellos realizó ninguna clase gesto de veneración, se quedaron inertes antes los ojos de la baronesa. Nathan, la estaba desafiando, podía verlo en su mirada, la pequeña sollozaba silenciosamente. Hubo un silencio largo e inquietante hasta que Nathan, finalmente, optó por articular palabra.

— Hola, abuela— saludó de manera seria. En sus ojos podía ver rabia, rechazo por aquella mujer.

— ¿Es que no te han enseñado modales, joven? — tronó sobresaltada.

Nathan se mantuvo clavado allí de pie, con la mirada puesta en un punto fijo, con semblante serio. Plantándole cara, resistiéndose a su autoridad. Me quedé asombrada con la escena. Nadie dijo nada. Miré a William y parecía avergonzado ante la actitud de su hijo o quizás temeroso de que pudiera ocurrir algo entre ellos. Ni si quiera era capaz de poner sus ojos sobre su hijo. La anciana dio un golpe con su batón, como señal de que su paciencia se había agotado.

— Es un palurdo, testarudo. Un despropósito para nuestra familia— se fue refunfuñando mientras que sus hijos la seguían, como dos escoltas, hacia el salón— Siempre te advertí, Willy, que no te casaras con esa plebeya rebelde. Que podías aspirar a algo mejor. Que te traería problemas. Ahora mira, muerta— se sentó en la mesa donde, el Señor Galloway, solía desayunar junto al ventanal mientras observaba la primera luz del alba—, y viudo, al cargo de dos hijos sin arreglo.

William se sentó frente a ella, sin decir nada. No salió ni un solo sonido de su garganta. Estaba mudo, con semblante serio, y el ceño fruncid0. Daphne se sentó con ellos, temerosa de lo que pudiera ocurrir, tratan de evitar hacer el menor ruido posible, como si pudiera despertar a una criatura salvaje que habitaba en su madre. Jack y yo nos sentamos en el sofá, que podría ser perfectamente una pieza de museo, mientras el péndulo del reloj oscilaba rítmicamente. El silencio era ensordecedor, asfixiante, mientras que la anciana sacaba un soporte para cigarrillos dorado con la parte inferior en forma de anillo y así introducir uno de sus dedos. Se dispuso a fumar. Nadie dijo nada. Solo se oía como la mujer expulsaba el humo por su boca y los orificios de la nariz mientras miraba hacia el exterior, ignorando la presencia de sus hijos, como si ni siquiera estuviesen junto a ella. La situación era fastidiosa. No sabía si debía abandonar la estancia, si les molestaba nuestra presencia allí porque querían mantener una conversación en privado, pero no nos pidió que nos retirásemos. Una sirvienta, con ese uniforme de rayas celestes y blancas y el delantal ceñido a la cintura, apareció, deslizándose sin hacer el menor ruido, como si sus pies no tocasen el suelo, con una bandeja plateada sobre sus manos. La dejo sobre la mesa con delicadeza e hizo una reverencia a la baronesa.

— ¿Desea algo más? — preguntó con temor, rígida, sin hacer el menor gesto.

— Encienda el televisor, no puedo soportar este silencio.

Nada más prender la pequeña pantalla, Churchill, el primer ministro apareció en ella, en blanco y negro, con sus gafas de medialuna y el rostro fruncido. Su voz nasal se manifestó repentinamente y, con ella, llenó la estancia. La anciana parecía estar hipnotizada, como si solo tuviera ojos para aquel televisor. La sirvienta volvió con una copa de cristal labrado, lo rellenó de coñac y se lo ofreció a la anciana. Esta, le dio un buen sorbo, como si bebiera agua.

— Me sorprende que, a pesar de los años que llevo sin vivir aquí, aún recuerden mis costumbres— miró su reloj dorado de bolsillo mientras que sonaba el segundero, marcando el tiempo a gran velocidad, comprobando que se lo hubieran servido a la hora oportuna—. Justo a tiempo.

Sorprendentemente, volvió su mirada hacia a mí, con sus ojos lagrimosos y marchitos, dándole una calada al cigarrillo, juzgándome con una mirada llena de sabiduría, pero, aun así, inexpresiva, tratando de que fuese incapaz de interpretar sus sentimientos en su rostro arrugado y marchito. Había un muro de ladrillo entre nosotras. No trasmitía cercanía. Rechazaba mi presencia en aquel lugar, de eso estaba segura, pero tenía que ganármela, trasmitirle que yo estaba con ella, persuadirle y, así, conseguir que se abriera y lograr que me contara los secretos de la familia. Quizás, de esa manera, podríamos avanzar en el caso.

— Debería de retirarme a mis aposentos— dijo la anciana, de repente, mientras se ayudaba con el bastón para levantarse— Espero que habitación esté lista a pesar de mi inesperada aparición en esta...mansión de mala muerte— enjuició mientras analizaba cada rincón con su vista de halcón.

— Por supuesto, madre

La familia desapareció detrás de la entrada del salón. La televisión seguía produciendo imágenes de manera sucesiva, aunque no les estaba prestando atención alguna. Solo estaba tratando de idear la manera de acercarme a la baronesa.

Pensé en que podría acercarme a ella durante la cena, pero no se presentó. Ni si quiera se le veía por los pasillos, ni en la sala de estar de la segunda planta donde le gustaba pasar el tiempo al Señor Galloway. Era como si se tratase de un fantasma: sabíamos que estaba allí, percibíamos su presencia por la casa por su característica aroma a hierbabuena, que iba impregnando cada rincón por los que pasaba, pero no se le veía. Supuse que era una persona reservada y solitaria a la que le gustaba pasar su tiempo a solas, además de enigmática. Saber que estaba allí me quitaba el sueño. No paraba de preguntarme qué demonios haría allí, en su habitación durante tanto tiempo. Así que decidí visitarla un día a altas horas de la noche.

El Misterioso Caso de la Mansión GallowayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora