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Hoy en la mañana me encontré con mi famoso cuaderno rojo. Era el cuaderno en el que yo escribía cuando algo importante me sucedía, (que la verdad no era muy a menudo) o cuando pensaba o descubría algo que yo consideraba digno de recordar en el futuro. Mi cuaderno llevaba dos años guardado en una caja de cartón entre todas las que aún no hemos desempacado. Me gustó mucho encontrármelo, leerme y así descubrir cómo pensaba en ese momento. Aunque lo que describía allí fueron cosas que sucedieron hace apenas dos años, cuando estaba saliendo de segundo de prepa y todavía vivía en San Miguel de Allende, siento que dentro de mí ha pasado una eternidad desde entonces.

Sin embargo, creo que en ese cuaderno hay una historia digna de narrarse. Algunos ya la conocen porque la vivieron junto a mí, pero creo que tal vez a ti te podría interesar. Pero ¿cómo podría empezar esa historia? Tal vez por el lugar en el que me encuentro ahora y lo que pienso de todo eso que he vivido; pero dicen por allí que siempre es mejor iniciar un relato desde el principio, y creo que en mi caso ese principio es el lugar de donde provengo yo... Yo nací dentro de una pequeña y extraña familia mexicana-estadounidense que vivió hasta hace relativamente poco en San Miguel de Allende, Guanajuato, México. Mi familia está compuesta por mi padre Alex, mi madre Jennifer, y nuestro perro Tolstoi, un labrador color miel. Cuando lo compramos de cachorrito le pusimos así porque mi padre es un lector compulsivo de novelas rusas del siglo XIX.

Mi madre es lo que muchos llaman una hippie, una comegranola total. Sí, aún existe esa especie rara de ser humano que, aunque nada tenga que ver con sus raíces o su cultura, decide vestirse de huaraches y huipil para estar más "en sintonía" con la tierra. No se rasura las axilas ni las piernas, porque eso es antinatural. Usa el pelo muy largo y muy canoso, mezclado con mechas cafés, naturales por supuesto, con raya en medio. Es vegetariana, sólo consume productos orgánicos y era ecologista aún antes de que ese término se utilizara por muchos. Ama a los animales, las plantas y las flores y les habla como si fueran personas. Utiliza con frecuencia la palabra "burgués" como algo terrible, pero aun con los burgueses es extremadamente amorosa. Dice que todos somos seres de luz y le reza a Buda, a Krishna, a Jesucristo, a Mahoma y a la Guru Mai. Cree en el feng shui, en el 1-Ching, toma flores de Bach, sabe leer el tarot y medita todas las mañanas. Antes de conocer a las mamás de los otros niños de mi escuela, yo creía que todas las madres del mundo eran como la mía. Ahora sé que es todo lo contrario. Mi madre es única. Es pintora, hace cerámica (todos nuestros platos y tazas son creaciones suyas) y ama el arte, la naturaleza y el amor. Nació en Wisconsin, pero a los dieciocho años, al graduarse del highschool público local, decidió que no quería ir a la universidad estatal y se puso a trabajar de mesera en un diner (café) hasta que ahorró lo suficiente para irse a dar un rol por el mundo, bueno, más bien por las Américas. Cuando llegó a San Miguel se enamoró del lugar y luego de mi padre y decidió que allí quería pasar el resto de su vida. Lo que yo aprendí de toda esta historia es que cuando te enamoras todo puede cambiar en tu vida y que por ese amor estarás dispuesto a sacrificar algo. Algo, tal vez, que en su momento te pareció ser realmente importante.

Mis padres nunca se casaron. Fue decisión de mi madre porque creo que a él le daba exactamente igual. Ella dijo que el amor debe ser libre y que casarse es un ritual anticuado y machista. Es la venta legal de la mujer, dice ella, de su identidad. Además, decidir permanecer juntos a través de la libertad es un acto de valentía y de verdadero amor. Cuando cumplí trece años me dijo que, si quería, la podía empezar a llamar por su nombre. También inventó todo un ritual de pasaje de la niñez a la juventud, como los católicos hacen con la confirmación, las judías con el batmitzvah y las tribus africanas con ceremonias de iniciación para las chicas y chicos. Así, me hizo ponerme un vestido blanco, nuevo, de manta, y cantó algunas canciones (un poco de Gospel, de música hindú y algunos rezos budistas) y me metió en una tina con agua llena de pétalos de rosas rojas y miel que puso en el jardín.

Desde ese momento cuando me refiero a ella con otras personas digo "mi madre", pero cuando me dirijo a ella la llamo por su nombre. No conozco a su familia. Al parecer, eran granjeros que no tenían mucho que ver con ella, ni con su forma de pensar ni de ver al mundo. A lo mucho, cuando sus parientes se sentían generosos, la consideraban "un espíritu libre". Alguna vez cuando era chica, le pedí que me llevara a conocer a su familia y me dijo que lo haría cuando creciera. Pero, al enterarse de que sus padres habían muerto y de que uno de sus hermanos menores, a quien quería especialmente, enfermó de leucemia y murió a los diecisiete años, ya no vio ninguna razón para volver a Wisconsin y declaró que tenía en mi padre y en mí toda la familia que necesitaría jamás.

Jennifer y Alejandro se conocieron en una fiesta, en un bar de jazz en San Miguel donde Jennifer trabajaba de mesera. Mi padre estaba de paso, pero se enamoró tan perdidamente que terminó quedándose a vivir con ella. Cinco años después nací yo. De niña, sólo hablaba inglés porque mi madre me enseñó su idioma antes que el español. Me cantaba canciones de cuna y practicábamos el abecedario mientras me recitaba libros del Doctor Seuss que se sabía de memoria. Cuando entré a la escuela, al ver que mis compañeritos hablaban otro idioma y no conocían las mismas canciones que yo, decidí que a partir de ese momento yo sólo hablaría en español. Ahora ya recuperé el inglés, pero me costó mucho trabajo porque tenía un impenetrable bloqueo por ese episodio de mi infancia, cuando me sentí como marciana al ser tan diferente de los demás. Mi nombre en español de hecho no suena muy bien, pero a mi madre le gusta muchísimo porque así se llamaba su tía Pamela o Pam, la hermana de su padre. Pamela, de muy joven, se fue a vivir a París para aprender a pintar y le escribía cartas a mi madre, en las que narraba todo lo que veía y vivía, y ella la adoptó como su heroína de carne y hueso. Alejandro es ingeniero civil y llevaba años trabajando -supuestamente feliz- en San Miguel y en los pueblos aledaños, sobre todo en hoteles, spas y arreglando los desperfectos en las casas de los amigos.

Me da ternura mi padre, proviene de una familia completamente antihippie y él hizo un verdadero esfuerzo por integrarse a la vida de mi madre siendo quien era. Mis abuelos son súper 'fresas" y viven en San Ángel. De más chica los fui a visitar en varias ocasiones y ellos visitaron San Miguel un par de veces, Cuando iban, siempre se quedaban en hoteles y cuando nosotros viajábamos a la ciudad, también; sucede que mi madre y mis abuelos no se quieren mucho. Eso nunca me inquieto, más bien me pareció chistoso.

Mi vida de rubiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora