II

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Una noche en la que cenábamos los tres: madre, padre e hija, como lo hicimos durante diecisiete años en nuestro pequeño comedor en San Miguel, platicábamos -como siempre- de cualquier cosa mientras comíamos un nuevo platillo, cien por ciento orgánico, preparado por Jennifer con mucho amor. De pronto, Alex interrumpió la conversación y anunció que le habían ofrecido trabajo en el Gobierno del Distrito Federal y que, si aceptaba, nos mudaríamos a la ciudad de México en un par de semanas. Al principio me sorprendí tanto que no supe qué decir. Mi cabeza comenzó a dar vueltas y a imaginar todo lo que podría ser yo en la "gran ciudad". Así fue cómo surgió la primera idea. Decidí que estaba frente a mí la oportunidad que necesitaba. Asistiría a una escuela nueva, en una ciudad donde nadie me conocía y donde podría inventarme la identidad que yo quisiera. Ante la posibilidad me puse muy feliz. Siempre me había considerado a mí misma como una chava "x , como cualquiera que no volteas a ver o que nunca ves realmente. No recuerdo jamás que alguien me haya preguntado en qué estaba pensando, supongo que porque se imaginaban que recibirían como respuesta alguna fórmula matemática.

Aunque suene extraño, desde que tengo uso de razón no recuerdo haber tenido nunca amigas verdaderas. De ésas a las que les cuentas todo y con las que te ríes a carcajadas y te aprecian como eres, tal cual. A veces platicaba con Cecilia y Mar, que estaban conmigo en la escuela desde la primaria, pero no podría decir que eran mis amigas porque no me conocían realmente y yo tampoco puedo decir que las conocía. Desde que entramos a la prepa no volví a sus casas ni ellas a la mía. La nuestra era, tal vez y a lo mucho, una amistad interesada, que implicaba discutir las tareas y las preguntas que vendrían en los exámenes y a veces sentarnos juntas en el recreo, pero creo que tanto ellas como yo sabíamos que nos decíamos amigas sólo para no tener que estar solas. Me da un poco de tristeza cuando pienso en ellas ahora. A lo mejor debí esforzarme más y acercarme, quizás hubiera descubierto que son gente bien padre.

Antes del día en que Alex dio aviso del cambio a la ciudad de México, gozaba de mis últimas vacaciones de verano como chica preparatoriana. Leía libros de biología, de anatomía y algunos de historia. Estaba clavadísima con una novela sobre la ciudad de Londres que se llama London the biography de Peter Ackroyd, un escritor e historiador. Me encantó la idea de que una ciudad sea un ente vivo, con una historia, una biografía. En mi caso, San Miguel es como un viejo amigo, como ésos a los que no valoras hasta que están lejos de ti. Pasaba mis días pensando siempre que el año que me esperaba sería el más importante de mi vida, porque allí se definirían mis opciones universitarias.

Hasta ese momento mi única aspiración era sacarme buenas calificaciones para entrar a una buena universidad para luego tener una carrera exitosa como médico. Mientras tanto, mi camino era el de no meterme en problemas y permanecer poco visible para los demás. Siempre me ha gustado mucho leer y en esas épocas leía cualquier cosa que la vida me pusiera enfrente, en especial cualquier cosa relacionada con el cuerpo, historia de la medicina o la salud. Desde niña quise estudiar medicina. No, en realidad debo aclarar ese punto: siempre quise ser médico. Cuando era niña, pasaba horas mirando mi cuerpo, intentando descifrar qué era lo que significaba el "yo" de cada quien. No sabía si en mi caso eran mis pies porque con ellos podía caminar, si eran mis manos porque con ellas podía tomar cosas y hacerlas mías y porque me habían dicho en el kinder que las manos, precisamente las manos, y mi dedo pulgar eran lo que me diferenciaba de la mayoría de los animales. Además, con mis manos podía escribir, dibujar y sentir lo que tocaba. Sin embargo, después descubrí que tal vez ese "yo" en mí era mi boca, porque con ella podía comer, comunicarme con los otros y así sobrevivir.

De pronto se me ocurrió que tal vez "yo" era mis ojos, porque con ellos podía ver el mundo y a través de ellos entraba el conocimiento, pero sobre todo porque con ellos me reconocía en el espejo como individuo, Pero al final de muchas tardes de reflexión decidí que no podía ser ninguna de las partes del cuerpo que conocía, ninguno de mis sentidos, porque había personas en el mundo que vivían perfectamente bien y, es más, que lograban grandes cosas sin uno o más de sus sentidos y sin el uso de sus extremidades, como Stephen Hawking, mi ídolo y el autor de El universo en una cáscara de nuez, mi libro preferido. Entonces, llegué a la conclusión de que había algo más que estaba en todos nosotros -que nos hacía únicos- que nos permitía sentir, pensar y convertirnos desde el nacimiento y hasta la muerte una persona .

Un día, a los nueve años, mientras ayudaba a mi madre a preparar una ensalada, me corté el dedo índice con un cuchillo. Decidí no ponerme un curita para ver cómo, poco a poco, la piel sanaba sola. Hasta tomé fotos del proceso, llevé un registro de la herida. Me impresionó muchísimo ver cómo la herida se cerraba, entonces empecé a pensar que había algo dentro de mí que le ordenaba al dedo curarse, sin que yo estuviera consciente de ello. Pasaba lo mismo con mi respiración, con los latidos del corazón y con la digestión. Fue desde ese día que empecé a obsesionarme con el cuerpo humano, buscando esa parte que sana y que enferma a la gente; entonces decidí que descubrirlo sería mi misión en la vida, Sería médico para ayudarle a las personas a encontrar en sí mismas esa parte auto sanadora.

Pero a lo largo de ese último año, empecé a creer que todas esas reflexiones e ideas eran realmente inútiles en un mundo donde lo material es lo único que valoramos y deseamos realmente ver. Para ser doctora y después tal vez una gran psiquiatra, tendría que esforzarme muchísimo durante muchos años. Entre la licenciatura en Medicina, el internado y el servicio social, más el tiempo que durara la especialización en psiquiatría, pasarían por lo menos trece años. Mientras esto sucediera, no tendría vida social. Fácilmente podría llegar a los treinta siendo una solterona amargada, así que tendría que tomar cartas en el asunto y rápido. Ese era el momento clave para cambiar.

Las mujeres que todos admiran son las actrices, las modelos o las cantantes pop, que poco tienen que ver con el bienestar espiritual o físico de los demás. Las chavas que todos aman tienen senos enormes y grandes sonrisas blancas y piernas doradas, delgadas y largas como Giselle. Ni las científicas, ni las grandes intelectuales, ni tampoco la madres teresas del mundo causan jamás tanto furor como una modelo.

Antes de salir de la escuela por las vacaciones de verano, había leído en la biblioteca, en la revista Psychology today, algo que me impactó mucho y que reforzó mi teoría sobre los terrícolas. Se había llevado a cabo una encuesta en varios países del mundo, donde se preguntaba a miles de mujeres si preferirían tener un peso más bajo o un IQ más alto, El 67 por ciento de las mujeres respondió que preferiría lo primero. Eso habla del hecho de que la autoestima de las mujeres depende básicamente del número que marca la báscula. Para una chica más bien inclinada hacia lo científico y por ende hacia el realismo, fue una lección muy importante que no he podido olvidar. Los seres humanos, a pesar de considerar que pertenecen al siglo XXI, porque así lo dictamina el calendario que inventaron: un siglo civilizado, heredero de grandes e iluminados pensadores y de avances tecnológicos increíbles, siguen, o más bien seguimos, viviendo en la era de la prehistoria. Realmente no ha cambiado nada. Todos de alguna forma u otra somos cavernícolas bien vestidos.

Mi vida de rubiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora