IX

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Las dos semanas pasaron rápidamente entre visitas a tiendas a comprarme ropa y útiles escolares, una visita al dentista para que me blanquearan los dientes y otra al oculista. Los abuelos opinaban que era imprescindible que tuviera coche. Por lo pronto el abuelo dijo que me prestaría uno para que pudiera ir sola a la escuela. No estaba muy lejos de la casa, pero ellos no soportaban la idea de que me fuera en camión o caminando. Fuimos a sacar mi licencia y practiqué la ruta varias veces antes del primer día de clases. Mi madre estaba en completo desacuerdo con que me dieran un coche, pero se tuvo que guardar sus opiniones porque los abuelos lo habían decidido ya. Yo siempre había ido en bici a la escuela, pero eso era en mi vida pasada, aquí, al parecer, sin coche no podías hacer nada. El coche era un clásico lanchón de viejitos, pero la verdad es que no me podía quejar. Alex ya había empezado a trabajar y regre- saba a contarnos a todos sobre su día laboral a la hora de cenar, siempre muy entusiasmado. Mi madre seguía calladísima cuando estábamos juntos, o sea en presencia de los abuelos, siempre que la veía ella estaba leyendo el periódico buscando depar- tamentos en la sección de aviso oportuno o ha- blando por teléfono para saber precios.

 Yo creía que apenas me miraba, que después de mi pelo rubio ignoraba todo lo referente a mi proceso de transformación, pero una tarde en la que estaba en mi cuarto tirada en la cama leyendo una nove- la que me había prestado el abuelo, tocó la puer- ta, se acercó y se sentó en la cama a mi lado. Empezó a hablar en inglés, cosa que casi nunca hacía, pero me imagino que sentía la necesidad de expresarse en su lengua, lo cual me dio a entender que quería decirme algo que para ella era impor- tantísimo. "Pam, honey, yo sé que este cambio es difícil para ti y de verdad siento mucho lo que dije sobre tu pelo. Te ves muy bonita. Pero lo que quie- ro que entiendas es que me molestó tanto porque ahora te ves como cualquier otra chica. Eso es lo que me preocupa. No quiero ver que dejas de ser tú misma con tal de encajar en este nuevo ambiente. No quisiera que dejaras de ser la niña inteligente, analítica e inquieta que siempre has sido y que te pierdas en esta ciudad. Siempre has sido tan au- téntica y mírate ahora. Hay muchas cosas con las que te vas a topar que tal vez sean atractivas para ti, porque son novedosas, pero no olvides quién eres, "my little girl"

Mi respuesta a su discurso, que me sigue dando vueltas en la cabeza hasta el día de hoy, fue simplemente: "1 in not a little girl anymore". Jennifer me miró entristecida, se dio la vuelta y salió por la puerta cerrándola suavemente. Sentí un golpe de tristeza, pero no podía dejar que nada ni nadie me confundiera. Ni siquiera mi madre, siempre tan idealista pero tan fuera de la realidad. No quería ser como ella. No quería ter- minar en la situación en la que ella estaba ahora. Bajé a buscar a mi abuela y le pedí que me prestara al chofer una mañana para ir a la Conde- sa a recorrer algunas tiendas de ropa de las que había escuchado hablar a Ximena y a otras chavas del popu crew. En la Condesa encontré todo lo demás. Todo lo que aún me faltaba para completar el guardarropa de mi sueño. Me sentía extraña en un principio, con skinnyjeans y blusitas que parecían más bien ropa interior, pero llevaba ya todo un look bien pensado basándome en los recortes de las revistas, así que sabía bien qué estaría de moda en esta temporada. Me compré también algunas cosas más casuales, unas playeritas entalladas, unos pants y varios tenis.

El día antes de entrar a la escuela, la abuela me invitó a que saliéramos a tomar un café y allí me regaló un osito de oro con diamantes en una ca- dena muy linda. Le agradecí muchísimo el regalo y me lo puse de inmediato, a pesar de que sabía que a mi madre le molestaría mucho. Odiaba la joyería de oro porque decía que en las minas de oro los dueños explotaban terriblemente a los trabajadores. Les pagaban muy mal a los mineros que a veces arriesgaban sus vidas para darles enormes ganancias a los patrones. Una vez me enseñó un libro de fotografía de un fotógrafo que se apellida Delgado, sobre los mineros en Sudáfrica. Cuando me levanté para ir al baño, me miré en el espejo y vi la cara de alguien más, una chava súper in, una chava que encajaría perfecto con el crew. Cerré los ojos y me imaginé la cara de Dago sonriéndome, tomándome la cara como lo había hecho Pablo la noche del barbecue y dándome un beso enamora- do. Algún día, algún día, algún día, me repetía a mí misma en voz muy baja.

Mi vida de rubiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora