Prólogo

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  • Dedicado a Para todos los que os gustó la primera parte
                                    



Había una vez un niño, 

un niño que tenía el poder de volar.

El niño quería huir lejos, muy lejos;

pero entonces perdió su libertad y fue encerrado.

Allí, por mucho que quisiera, el niño no podía volar

y no tubo más remedio que esperar, 

con las alas en la espalda soñando y deseando

escapar algún día mientras dejaba de ser un niño

para convertirse en un hombre.

    Prólogo



El dragón rumiaba.

El dragón estaba furioso; como siempre.

Sus ojos miraron la profunda oscuridad sin perderse ni un solo detalle de cada grieta o cada rastro de suciedad de su celda. 

Pero nadie de aquella fortaleza la llamaba por su nombre. 

Sus carceleros siempre le llamaban “su estancia”, “sus habitaciones”. Pero aquello no era ninguna estancia; ni tan solo se podía comparar con los sencillos cuartos de la servidumbre. Aquello era una cárcel

Una mazmorra.

Su prisión.

El dragón quería salir.

El dragón quería estirazarse.

Pero no podía hacerlo.

Sus ojos cambiaron su punto de mira y miró las cadenas que le rodeaban las muñecas y los tobillos. No portaba grilletes porque estos le habían lastimado la piel y los huesos los primeros meses de encierro y, por ser demasiado joven he inexperto, era mejor no tentar a la suerte y herirle estúpidamente. Nadie deseaba que enfermara de aquel modo que tanto temían. 

Por eso ahora le pasaban la cadena por las muñecas y los tobillos y se la sujetaban con unos candados para que no se soltara a la vez que le vendaban previamente la piel para evitar riesgos. Además también lo adormecían echándole polvos secos en el agua o en la comida, además de los sedantes que le metían mediante unas jeringuillas; agujas muy anchas que estaban conectadas a un tubo y las cuales hundían en la piel para que los remedios hiciesen más efecto en muy poco tiempo.  

Por eso el dragón no podía salir.

Y deseaba tanto mudar de piel.

Estaba cansado de estar atado y no poder moverse mientras lo dejaban allí encerrado. Pero no solo era eso. Si tan solo fuese tan sencillo; si simplemente se encontrase encerrado. 

Pero había más. 

Había dolor, rabia, congoja y deseos de venganza que hacían que el dragón se mordiese la cola sin sentir ni pizca de dolor al imaginar que era otra cosa lo que mordían sus dientes afilados.

Estiró las piernas deseoso de tener la cabeza más despejada al igual que toda su fuerza. Si estuviese en condiciones optimas, sería capaz de sacar su verdadero yo y con ello, aquellas cadenas solo serían un amasijo más de hierro. Pero aquellos polvos lo tenían siempre tan embutido. 

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora