Capitulo cuarenta y cuatro

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Un paso

El ambiente era tan idílico, tan relajado y sumamente cotidiano que fue incapaz de entrar en la habitación.

Gaidel se quedó paralizada en el sitio dejando que su brazo extendido fuese cayendo poco a poco hasta quedar justamente contra su costado. La pequeña rendija de la puerta sin cerrar, mostraba una escena demasiado ajena para ella, tanto que no tenía el valor ni el coraje de romperla.

En el interior de la estancia, su abuela hablaba y reía con paz armoniosa mientras su hermano y la hija de Corwën le hacían compañía explicándole historias  acontecidas en las últimas horas, hechos que en su contexto divertido, pretendían levantarle el ánimo a la enferma que parecía estar prácticamente curada.

Ahora la enferma era ella.

“Me siento tan cansada… tan abatida…”

Y a la vez tenía tantas ganas de enfrentarse a esa mujer, su bisabuela que no era otra que la gran Dama Chisare, antigua reina de Senara.

Pero viéndola así, tan tranquila y alegre… se sentía una miserable por pretender robarle la nueva paz y serenidad que parecía haber recuperado. ¿Y quién era ella para hacer tal cosa con la mujer que la había criado, alimentado, educado y cuidado desde que tenía memoria? Chisare había sido su madre, su padre y su abuela: tres personas en un solo cuerpo.

“Me cantaba canciones cuando tenía miedo en las noches, me cuidaba cuando estaba enferma. Ha hecho tanto por mí y yo… ¿cómo puedo ser  tan reacia a  perdonarla por haberme engañado? ¿Por qué me he alejado de su lado cuando más me ha necesitado? Ella nunca me abandonó.”

Y aún así, una parte de ella no era capaz de perdonar tanos años de silencio. Cierto, nada hubiese cambiado por mucho que Chisare hubiese sido sincera con ella en el pasado, pero ahí era donde radicaba la confianza, la unidad que forma una auténtica familia.

Y comprendía tan bien a Nïan.

Justamente ahora comprendía su dolor contra Hoïen porque ella estaba experimentando el mismo.

Rió interiormente, una risa perlada de ironía. Te está bien empleado Galidel – se dijo -. La vida acaba de demostrarte lo ingenua que eres a pesar de que tú misma desees creer lo contrario.

Miró nuevamente por la estrecha rendija el interior de la habitación y una lágrima rebelde resbaló por su mejilla. A su memoria acudieron escenas muy semejantes a la cual era un testigo invisible y mudo, momentos en sus recuerdos de ellos tres en su iglú de las montañas. Y sólo hacía un mes y unos días de la última escena familiar que era capaz de recordar. Y desde ese entonces había sucedido tantísimos episodios en su vida y en la de los suyos, que parecía que hubiesen pasado cientos de años y no solamente semanas.

Nada era igual.

Ella ya no era igual.

Su familia tampoco.

-          ¿Tienes miedo de entrar?

Galidel se apartó de la puerta y se giró para mirar a la recién llegada. Fena, la gran sanadora y esposa de Hoïen, la observaba con una mirada tan comprensiva que se le hizo un nudo en la garganta. Tenía una mirada tan clara y hermosa que parecía contener la mayor bondad del mundo y ese atributo aumentaba considerablemente a raíz de su vestimenta dorada, atuendo que únicamente ella portaba por haber descubierto el sistema de sanación que utilizaban lo antiquísimos magos de oro; artes que estaba empezando a trasmitirle a su hija y a otros elegidos de gran talento.

-          Chisare se pondría muy feliz si entraras. Desea intensamente verte y abrazarte – aseguró la mujer con un tono de voz tan dulce que se le erizó la piel.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora