Capitulo treinta y dos

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El pozo de los ahogados

Los copos de nieve caían afuera convirtiéndolo todo a su paso en un bellísimo paisaje blanco con tonos azulados. Miró desde su ventana como los pequeños copos descendían del cielo gris en tropel y como besaban a sus congéneres y se unían a ellos haciendo que la capa de nieve aumentase de grosor. Era un hermoso espectáculo que adoraba en la estación invernal.

Una sonrisa curvó sus labios cuando la intensidad de los copos fue menguando y, ahora, solo caía una ligera nevada. Las ganas de salir al exterior la invadieron y se apartó de la ventana con energía. Se acercó a la pequeña mesa de trabajo y sobre el cuaderno de dibujos - que ella misma se había encargado de fabricar y de unir con un ovillo de cordel - posó el estuche de latón enmohecido que contenía sus trozos de carboncillo y un estilete para hacerles punta. Recorrió en cinco pasos la distancia que había desde la mesa hasta la entrada de su pequeña cabaña y se colocó su desgastada capa rosa palo y blanca sobre el cuerpo. Antes de salir se colocó la capucha.

El aire olía a pinos, a árboles, a hojas perennes; en fin a bosque siendo bendecido por las gracias de la naturaleza. 

Cerró la puerta tras de sí y caminó alegre y feliz por la nieve girando algunas veces sobre su propio eje haciendo con ello que su capa ondeara a su alrededor al igual que la falda de su vestido sencillo de campesina con su indiscutible delantal blanco descolorido por haberlo tiznado miles de veces con sus carboncillos.

Protegiendo con su capa el cuaderno y sus propias manos del frío y de la dulce nieve, se dirigió al lugar de siempre, a ese rincón del bosque que los lugareños no se atrevían a pisar. Pero ella si que se atrevía y agradecía que nadie lo hiciese aparte de ella misma y por ello, incluso hacía acrecentar ese miedo en sus vecinos para mantenerlos alejados de los más profundo de aquel bosque encantado. 

Nadie recordaba el momento en que se dejó de asistir a ese lugar, simplemente un día alguien dijo que estaba maldito, que los espíritus del mal y el de los muertos sedientos de venganza, acudían allí para vagar sin rumbo y robarle la vida a los incautos. Ella nunca había creído en esas historias de viejas, pero  encontró el centro del bosque por casualidad un día que seguía a un zorro y, desde entonces, no había podido dejar de ir allí prácticamente a diario para bañarse en la hermosura salvaje de los más recóndito del bosque.

Porque aquel lugar era mágico.

Allí el tiempo parecía distinto; como si todo él fluyera a la vez y pudiese contener en una misma época del año las más espléndidas cualidades de las otras en un mismo lugar. En cada estación, la disposición de cada elemento cambiaba pero era precisamente en la época invernal cuando todo era más increíblemente hermoso. Con un paso mucho más lento ahora, franqueó las últimas raíces de la frontera natural de altísimos abetos y entró en el país de las maravillas. Allí también nevaba y todo se había cubierto de puro blanco. Los cerezos en flor estaban perlados de una finísima capa nívea haciendo que el tono rosado de sus perfectas flores resaltase ante el ojo humano.

Suspiró anonadada entrando en su paraíso maravilloso. Crisantemos, azucenas, campanillas, rosales en flor; todo ello estaba unido y engarzado a una estructura rocosa y se entretejían ante aquella edificación con techo y que podría haber sido un antiguo templo. El mullido césped del suelo estaba cortado a tres centímetros de altura y nunca variaba - ella lo había medido - y al igual que con los cerezos o con las flores del templo, solo había una ligera capa de nieve sobre él, como si algo impidiese que se acumulase más o que la propia hierba creciese.

Alzó la cabeza hacia los efímeros copos y dejó que algunos le besaran el rostro antes de mirar al frente y dirigirse hacia la estructura rocosa y su cobijo. Se sentó y sacó del amparo de su capa el cuaderno y el estuche. Abrió las dos cosas y se dispuso a dibujar. Los animales del bosque, tan atraídos como ella a ese fascinante lugar de ensueño, pululaban por las cercanías antes de atreverse a entrar. Algunas ardillas treparon por los altísimos cerezos y algún que otro conejo correteó juguetonamente por el mullido césped mientras ella trazaba con el carboncillo lo que sus ojos veían; dejando que todo fluyera dentro de ella para ser capaz de reproducir fielmente  aquella preciosidad capaz de quitar el sentido.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora