Capitulo veinticuatro

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El fin del secreto

Aún no podía entenderlo.

Era incapaz de comprender como y por qué había sucedido.

Tantos años escondiendo su habilidad, sus trabajos, su pasión más necesaria y había salido todo a la luz cuando no sostenía ni un misero trozo de carboncillo en los dedos. 

¿Cómo había podido ser tan descuidada? 

¿A santo de qué tubo que alzar la losa y sacar sus dibujos escondidos? 

Pero necesitó hacerlo. Fue como si su vida dependiese de sacar a la luz sus bocetos.

Después del desastroso baile de Rubofht, la vida para Rea no había sido ardua; no, si solo hubiese sido difícil hubiese podido seguir adelante como siempre, pero su vida se había tornado insostenible. ¡Imposible!

Casi no podía dormir por las noches, apenas sí podía probar bocado y todo porque Kerri - el príncipe heredero y, para ella, un hermano mayor - le había confesado que la amaba y su deseo irrevocable de desposarse con ella. Puede que por ese motivo se precipitara sin pensar hacia la única losa que podía moverse y la cual contenía su mayor tesoro. Sus ojos ya no podían verter más lágrimas y su corazón parecía estar a punto de decir basta dentro de su pecho. Los nervios la tenían destrozada y tan apagada que no quería salir de su habitación por temor de ver al príncipe por casualidad.

Aquella confesión la había superado por completo y el miedo la recorría como agua helada perlada de punzantes guijarros. Temía por ella, por su amor secreto, por Kerri y por Sonus y Xeral. Los reyes jamás permitirían que ellos dos se casaran y Kerri no cejaría en su empeño de contraer matrimonio con ella. Y Rea no podría decir nada. No podría ni aceptar ni negarse. Tendría que obedecer y tragar la decisión de aquellas tres personas a pesar de sus propios sentimientos.

Y no podía soportarlo.

Sacó los dibujos del hombre de sus sueños y los miró con los ojos secos. 

No podía ni llorar de la pesadumbre que tenía en su alma. 

Acarició los trazos que una vez hizo en aquella hoja de papel y dejó escapar un suspiro doloroso sin tan siquiera darse cuenta. Abrazó con ternura y sufrimiento el dibujo y, de nuevo, se le humedecieron los ojos. Imploró a Gea - a pesar de saber que era un pecado hacerlo, una injuria - que la ayudara a encontrar a ese hombre que tanto dolor le producía en el corazón y en la razón.

Fue en ese momento cuando entró Sonus sin siquiera tocar a la puerta. Rea pegó un bote con el corazón en la boca, el estómago hecho un amasijo de nervios y la respiración cortada. Tembló y un escalofrío le recorrió la columna. No quería mirar. No quería ver la cara de la reina, su tutora, la mujer que la había criado y educado.

- Rea… - dijo con la voz distorsionada - ¿qué es esto?

Ella no pudo decir nada mientras caía una silenciosa lágrima de su ojo izquierdo. Apretó el dibujo con más fuerza.

- Te he hecho una pregunta - dijo la mujer nuevamente con aquella voz que no parecía la suya de lo terrorífica y seca que era.

La joven sollozó casi sin poder respirar y se dio la vuelta para encararse con Sonus. La reina la miraba desde arriba con sus profundos ojos canela destilando repulsión. Rea sorbió por la nariz.

- Majestad… yo no… - empezó a decir sin coherencia. Lo cierto es que su cerebro estaba tan embotado que apenas era capaz de coordinar unas simples palabras sueltas.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora