Capitulo treinta y ocho

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El primer golpe

Todo había quedado sumido en el más absoluto de los silencios. No se escuchaba ni una bisagra chirriar como tampoco pasos normales, rápidos o furtivos. Ni un triste susurro que solo podría entender un interlocutor con buenas capacidades aditivas. Nada penetraba aquellos gruesos muros porque sabían sus habitantes que era mejor no avivar la ira del rey.

Y Xeral estaba realmente colérico.

De nuevo todo le había salido mal y su batallón se había ido al traste, al garete: ¡a un pozo sin fondo! Y el maldito Hoïen había aprovechado la situación como el buitre que surca los cielos en los campos de batalla para, al finalizar la carnicería, alimentarse de la carroña abandonada. Sí; eso era aquel dichoso general metomentodo, un asqueroso carroñero de ojos rojos.

Xeral propinó un fuerte puñetazo a una de las columnas de lujosa madera tallada de fresno que sujetaban y embellecían aquel sala: la de la guerra. Después de recibir la misiva de su enemigo más resistente, el rey había ordenado preparar un urgente consejo de guerra dejando a un lado el anuncio que iba a hacer en la corte respecto a Rea. Aquella enviada de Gea ya no importaba y pensaba dejarla pudrirse en el pozo en el cual había sido arrojada. Porque seguramente ya estaría muerta. 

Sin sentir apenas el ramalazo de dolor que experimentaban sus nudillos, el rey continuó paseándose por la sala sin dejar de mirar, pero sin ver, aquel bello suelo de mármol pulido increíblemente  blanco con guerreros valerosos grabados a mano con filamento de oro. Dio una vuelta más por la sala rectangular antes de fruncir los labios con la bilis en las papilas gustativas y sentarse en su asiento presidencial en la cabecera de la inmensa mesa de roble blanco. Miró con su ojo izquierdo refulgente hacia su derecha donde el primer asiento – el de Rutus – estaba vacío. Su mano derecha había muerto o eso decía la escueta misiva de su enemigo y él estaba seguro de que era la pura verdad. Hoïen siempre golpeaba en los momentos precisos y cuando tenía ventaja; por eso era tan buen guerrero y su particular hueso duro de roer.

“Ineptos. ¡Todos son unos ineptos! No pensé que Rutus me fallaría.”

Pues no, no lo creyó posible y eso había sido – seguramente – un grave error por su parte. Tal vez había subestimado los recursos del Dragón o tal vez había pecado de soberbia y Kanian había tenido mucha suerte. Él estaba solo con una chiquilla sin ningún tipo de rasgo aparente. ¡Solo eran dos contra veinte Señores del Dragón, veinte dragones mecánicos con un fuego letal incluso para un auténtico dragón, ser que había nacido del mismísimo fuego. Pero habían sido anulados, aniquilados por completo por un solo guerrero; un Dragón que había sacado las garras.

“Muy bien sobrino, si quieres jugar yo también sé pero ten por seguro que, si yo me uno a tu partida, será a muerte y no seré yo el que fallezca.”

Dejó pasar su mirada del asiento vacío para mirar a Dreko. El mestizo le hizo una inclinación sumisa con la cabeza completamente rapada con un largo tatuaje en medio de su cráneo que descendía hasta su cuello. Xeral pasó un vistazo rápido a aquellas espadas de diferente diseño y tamaño que mostraban el número de personas que el hombree había eliminado. Todo el cuerpo de su segundo general estaba engalanado – o marcado- por cientos de tatuajes que demostraban su pasión por la lucha y la sangre derramada. Quizás debería haberle enviado a él tras los pasos del Dragón, pero no tardó en rectificar aquel pensamiento: Dreko era demasiado brutal y perdía los estivos con demasiada facilidad. Si él hubiese ido de caza, todo hubiese salido peor.

Porque aún no era demasiado tarde a pesar de todo.

El monarca apartó su ojo sano del lado derecho de la mesa para mirar el izquierdo. Pasó de largo a su hijo y observó a Sicks, el gran veterano. Aunque pertenecía a la raza de los Hombres, era un estratega militar excelente y por ello lo mantenía a su lado como su tercer general. El hombre también le hizo una inclinación de cabeza pero no fue sumisa como la de Dreko; sino humilde. Si – se dijo el monarca – debería haberle enviado a él en busca de Kanian. Sicks me lo habría entregado en bandeja de plata con tal sutileza que Hoïen jamás habría podido reunirse con él. Pero no lo hizo porque, en el fondo, había sentido miedo de perderle y una mente brillante como la de su tercer general era difícil de hallar y por eso, solo por eso, envió a Rutus; porque era el único que podía realizar aquella tarea.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora