Capitulo cuarenta y dos

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Nuestra esperanza

Nïan, sostenía a duras penas, la cuchara de madera mientras intentaba – con toda la concentración posible –, comerse el pequeño cuenco de crema fría de zanahoria que le habían portado hacía ya más de diez minutos. Los dedos de la mano le temblaban y el travieso utensilio, se le escurría de entre los dedos manchando todo a su paso. La plancha de madera que le habían colocado en el lecho, haciendo de mesa improvisada, estaba perlada de churretones naranjas al igual que la sábana blanca que cubría su desnudez.

Intentando, nuevamente, meterse una cucharada en la boca, Kanian sujetó todo lo firmemente posible aquel cuello de madera lisa y hundió la boca de la cuchara en el cuenco con la mirada fija en aquella herramienta para comer. Una vez tuvo la cuchara cargada de crema, alzó la mano y – refrenando sus temblores – se la llevó a los labios semiabiertos y, al fin, pudo metérsela en la boca.

Satisfecho con aquel triunfo, se recostó contra su almohadón y cerró los ojos mientras tragaba y llevaba la cuchara a la tabla para soltarla.

Abrió los ojos y miró la lámpara que había frente a él. Se encontraba solo en su alcoba; Galidel se había marchado para asearse y, sobretodo, porque él se lo había pedido. Nïan no deseaba causarle más penas y trabajos a su compañera, mucho menos que le diese ella misma de comer como si fuese un inútil o un niño.

Un enfermo.

Un lisiado

Sí, era cierto que era – por el momento – un lisiado,  pero ese hecho no quería decir que su orgullo - su masculinidad- se hubiese malogrado también. Y por ello no iba a permitir que nadie lo alimentase. Pero tampoco quería tener testigos de cómo se ponía perdido por culpa de unos dedos demasiado torpes y lleno de costras.

El joven volvió a inclinase hacia delante y prosiguió con su tarea de comer. Gracias a que no había ningún tipo de droga recorriendo su organismo, su magia había podido acrecentarse más rápidamente y, con ello, su proceso de sanación se había acelerado. Su cuerpo estaba completamente entero y con una fina capa de piel con alguna que otra costra que le producían tremendos picores. También estaba creciéndole el pelo aunque no a la velocidad que él deseaba.

"Y aun así estás hecho unos zorros y estas tan débil que no eres capaz ni de comer, mucho menos levantarte."

Oscuras sensaciones envolvieron al joven y dejó la mano cerca de la cuchara sin llegar a tomarla. ¿Cómo había llegado hasta aquel extremo? ¿No debería pensar mejor las cosas antes de actuar? Aún le afectaban demasiado aquellas emociones tan fuertes que experimentaba y por ello era débil. No debería haberse expuesto tanto contra los Señores del Dragón. Un buen soldado hubiese pensado otra estrategia menos bruta y más sofisticada. Él, que solía reñir a Galidel por no pensar de forma más bélica, era el primero en pensar de todas las maneras menos la que siempre predicaba.

Pero eso no era lo peor.

Por supuesto que no.

Lo peor era haber sucumbido a la espesa negrura de su alma, al terror irracional de su mente: a la desesperación. Cuando creía que lo estaba superando, que lo vivido de su cautiverio iba retrocediendo hacia atrás, un súbito recordatoria en forma de recuerdo nítido, afloraba para decirle de viva voz que seguí ahí dentro, que por mucho que lo desease olvidar, él no estaba dispuesto a marcharse.

Pero su Gali estaba allí. Su panacea, la única en el mundo; estaba a su lado y daba gracias a Urano y a Gea por ello, porque sabía que habían sido los dioses quienes la habían colocado en su camino. Y por ello daba gracias una y otra vez dentro de su mente, entendiendo que los dioses nunca olvidan y que, de una forma u otra, hacen que los destinos de dos seres se unan para hallar ese algo que nos falta, ese algo que nos alivia.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora