Capitulo diecinueve

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Ese algo que comienza

En el camino todo era de color dorado, color que dan los rayos del sol cuando éste se está poniendo en el horizonte para descansar y dar paso a su compañera eterna, la luna, con sus hijas las estrellas en el cielo.

Los dos jóvenes terminaron su comida en silencio antes de borrar su rastro y proseguir su camino. Kanian, como era el más mayor a la vez que el conocedor del terreno - y el único de los dos que pensaba más militarmente - había decido ir por el camino más corto y peligroso bajo el amparo de la oscuridad. Viajar de noche y a pie, no era demasiado recomendable para ningún viajero que se precie pero para él era el único modo de seguir hacia delante días tras día en una relativa seguridad ficticia ya que, tal vez, podría encontrar en su encrucijada otro tipo de dificultad que nada tendría que ver con sus perseguidores.

Pero como lo más importante era escapar de las atentas miradas de los Señores del Dragón, a ninguno de los dos le importó seguir aquel itinerario y Nïan se alegraba mucho que la compañera que el destino le echara encima como un inesperado desprendimiento, fuese Galidel. Ella estaba hecha de una pasta distinta a las mujeres que había conocido en su niñez; estaba fraguada del mismo modo que Corwën, su tía Chisare y su madre Criselda. Con ella a su lado, no tenía que preocuparse por apenas nada.

Ella era una superviviente nata, una guerrera ejemplar.

Nunca se quejaba; caminaba tras de él casi siempre con la boca cerrada o tatareando alguna melodía dando a pensar que era una tarambana pero sabía dónde poner los pies antes de dar cada paso y como bajar pendientes y escalar paredes. Eso producía en el joven príncipe una seguridad palpable a la vez que satisfactoria, una seguridad que le hacía incluso empezar a confiar en ella.

Portaban ya más de diez días de camino desde que salieron de Vinela y pronto - aproximadamente en unos cuatro días - avistarían al fin el Palacio de Silex y llegarían a la antigua capital. En esos días, Kanian había estado ejercitándose continuamente tanto en el camino como en las horas de descanso más para dejar de pensar que para entrenarse. Cuando encontraban al amanecer un lugar donde guarecerse de miradas indiscretas, el Dragón solía hacer quinientas flexiones y quinientas abdominales antes de dormir unas horas y practicar con un palo de madera las artes de la espada.

Cuando él estaba concentrado en aquellos menesteres, Galidel dormitaba sin dejar de observarle hasta quedarse dormida. Cuando despertaba, ella misma practicaba con sus espadas cortas antes de la hora de la cena, cada cual en una punta del lugar. En ningún momento de aquellos diez días se les había ocurrido a ninguno el practicar con el otro.

La jornada de aquel día fue calcada a la del día anterior. Alertas ante el menor sonido o movimiento sospechoso, caminaron por el follaje del bosque y rodearon y escalaron peñascos y descendieron terraplenes hasta que llegaron a una larga extensión de playa que daba al mar abierto de Jonko. Allí los árboles iban mermando conforme el terreno se hacía más arenoso y como hipnotizado por el sonido del mar, Nïan se dirigió hasta los límites del bosque para observar el mar y la arena. Se detuvo para contemplar el paisaje estrellado. Aquella noche no había luna.

Pero las olas del mar rompían con fuerza contra la arena y en las cercanías había algunos cangrejos caminando con sus patas raquíticas y, a unos metros más lejos, vio también una tortuga poniendo huevos. Contempló aquel animal con sumo interés y quietud mientras Galidel, a su lado, se apoyaba en el tronco de un árbol y miraba el ancho y lejano punto del horizonte con los ojos muy oscuros por la noche y brillantes por la emoción.

- Es la primera vez que veo el mar, un mar tan grande y vasto que no tiene fin desde aquí - dijo con un susurro quedo de lo maravillada que estaba.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora