Capitulo treinta y cuatro

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Kanian

Era él. 

Estaba allí.

Tal vez no como le recordaba pero allí estaba él con su inconfundible porte elegante y frío, su descomunal altura, sus penetrantes profundidades rubí y su inseparable armadura negra ónice como su cabello corto. Era Hoïen, uno más letal, más adulto, más experimentado. Un líder irrefutable.

Y no estaba solo; también estaba Corwën a su lado, impresionantemente hermosa a pesar del paso del tiempo. Sus ojos verdes seguían siendo tan claros como él los recordara y su cabellera castaña estaba recogida en una larguísima trenza que se entretejía con las tres que había desde su frente hasta la altura de sus hombros haciendo con ello que ningún mechón se escapara para molestarla.

No sabía a quién de los dos mirar, a cuál de los dos hablar. Como huir de allí.

Pero sabía de antemano que no tenía escapatoria posible puesto que los guerreros de Hoïen los superaban en número con creces. Había intentado por todos los medios posibles a su alcance evitar lo que era inevitable desde un principio. Los dioses tenían sus planes y no tenían previsto – ni consentirían mucho menos – que Kanian hiciese lo que se antojara como un niño mimado y caprichoso. Había demasiado en juego para los dioses de la creación: toda la raza mortal ya fuese humana, mestiza o animal estaba amenazada por su hijo y él, el Dragón, debía impedirlo.

Debía salvar Nasak.  

¿Por qué? ¿Por qué debía ser él?  Nïan no había pedido eso, no había pedido nada. Si pudiera incluso desearía ser simplemente un hombre. Así no sería importante y, tal vez, su familia estaría aún a su lado ¿Quién le salvaría a él del mal; de Cronos y de Xeral?

Nadie.

Estaba solo y siempre lo estaría.

- Kanian – lo llamó la mujer con una emoción palpable a la vez que sus ojos rasgados se le llenaban de lágrimas.

El joven sintió que todo se derrumbaba a su alrededor y que no podía respirar. Su caballo piafó y pateó el suelo del camino con nerviosismo. El animal olía su miedo, sus ganas de escapar de allí corriendo, volando; ¡como fuese! Y por eso se estaba encabritando.

- Nïan – le susurró Galidel a su espalda mientras le cogía las manos conjuntamente con las riendas del equino. 

Unos ojos verde jade, de la misma tonalidad que había poseía su madre en vida, se posaron sobre su persona y tembló mientras una gota de sudor helado como el hielo le recorría la espalda. Miró sin pestañear al hermano gemelo de Galidel con tanta consternación que su caballo volvió a relinchar y a menear la cabeza. ¿Cómo podía poseer ese chico aquel color de ojos?  No te sulfures, cálmate – se reprendió. Podría haber en el mundo cientos de personas con aquel iris jade y no tendría por qué estar vinculado con su familia materna.

Pero algo le decía que sí. Que esos ojos provenían de la sangre que corría por sus venas por parte de su difunta madre.

Pensando en esos pormenores, no se dio cuenta que Hoën había descendido de su espléndido orequs – que no era Faeo – y se estaba acercando a él mientras Corwën lloraba emocionada y una joven semejante a ella le acariciaba el hombro. 

- Por fin te he encontrado muchacho – habló el descomunal guerrero sin dejar de mirarle fijamente a los ojos y a solo unos pasos de él.

El príncipe negó con la cabeza he intentó recular con su caballo con las manos de Gali entre las suyas. Notaba su calor en la espalda, pero su calidez no le podía reconfortar en aquel momento: nada podría haberlo hecho.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora