Una buena madre

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Mansión Inagawa

Tres semanas más tarde

—Me sorprendes, Nami. Ni siquiera sabía que supieras cocinar.

Miró a su esposa con una sonrisa. Ella también le devolvió otra.

—Nunca hago nada. Pensé que podría gustarte.

Inagawa no pasaba mucho tiempo en la mansión, pero el tiempo que pasaba, si no estaba violándola, estaba reunido con otras organizaciones criminales de la región. Nami no sabía cocinar, cosa esperable de una mocosa que lo había tenido todo desde antes de echar los dientes. Pero al hombre le gustaba humillarla y echarle en cara lo mal que hacía casi todo, así que lo probó. No fue una excepción. Tenía por delante un cuenco con arroz, pero el plato principal era un caldo de un naranja rojizo, con garbanzos y carne picada. Lo probó y estaba algo ácido. Además se había pasado con algún condimento. Se echó a reir.

—Qué puta bazofia.

Ella le devolvió otra sonrisa y se encogió de hombros. Él se la quedó mirando fijamente tras tragar.

—Mírame, Nami —la chica le devolvió la mirada desde el otro extremo de la mesa—. No me habrás envenenado el plato, ¿verdad? Si el matarratas tuviera un sabor, seguro que sería mejor que éste.

Entonces rompió a reír más fuerte. Sin duda había algo que había hecho mal con la carne y con el caldo. Pero tenía hambre, así que se lo comió casi todo. Aún le quedaban algunos garbanzos. Cuando volvió a observarla, Nami ni siquiera había probado el suyo. No era la primera noche que se iba sin cenar a la cama, así que ya no le extrañaba.

—Nami —ella le miró de nuevo—. Sé que he estado ocupado y que no te he prestado la suficiente atención estos días. Pero no creas que no me he dado cuenta de la cara de mierda que tienes últimamente. ¿Estás saliendo a la calle con ese aspecto?

Nami había pasado malas semanas desde los vómitos, que por supuesto, llevaba a escondidas. Su marido tenía el oído fino y el sueño muy ligero, y más de una madrugada se había tragado su propio vómito para no delatarse, al menos el que no había sido provocado por él con sus asquerosos fetiches. Pero el semblante no podía ocultarlo. Tampoco podía ocultar el chichón y el pómulo hinchado a causa de su último puñetazo. Nami le había mordido mientras la obligaba a practicarle sexo oral, porque no paraba de atragantarla por enésima vez.

—Maquíllate mejor, haz el puto favor. No quiero que piensen que estoy con una muerta. Estás fea de cojones.

—De acuerdo —dijo sin más, levantándose de a poco. Él la chistó.

—Chst. ¿Qué haces?

—Quiero irme a la cama. Estoy cansada.

—¿Cansada de qué?

Nami ladeó una sonrisa. Miró su plato desde la distancia.

—De cocinarte, mi querido esposo.

—Un niño de cinco años cocinaría mejor esta basura que me has hecho. La carne y el caldo te han quedado ácidos.

—Oh... no seas tan duro... —puso una expresión de lástima fingida, que delataba su ironía, pero él no la entendió y la empezó a mirar iracundo—. Creo que ya tenía desarrollado el sistema auditivo... si te oye... se sentirá muy mal.

—¿Qué coño dices? ¿Estás bromeando conmigo, mujer?

Nami se puso seria, borrando su sonrisa de la cara. Le miró desafiante.

Dominancia enfermizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora