La tortura astral

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"Nami..."

Inagawa llevaba pasando muy malas noches desde la utilización del último hechizo. Había vomitado después de marcharse de casa de Kitami; los dolores postoperatorios habían regresado igual que cuando acababan de operarla y tenía molestas interrupciones del sueño. Lo achacaba a tener que quedarse en casa de su padre, una casa a la que sabía, tarde o temprano prendería fuego cuando estuvieran todos los miembros de su familia en alguna cena navideña. Con esa orgásmica imagen se quedó dormida, con las llamaradas ganando altura, igual que los gritos de sus primos y sobrinos pequeños chillando mientras se les chamuscaba la epidermis. Pero la sensación agradable se terminó rápido. El calor de una mano suave la turbó, y fue como si algo la agarrara sin fuerza del tobillo y la atrajera hacia la superficie terrestre. Ya no veía la casa en llamas, aquello había perdido importancia en el cuadro del sueño, así como ella misma, que bajaba y bajaba. Ya no estaba por encima de ellos. Seguía percibiendo la tersidad de aquella mano. Movió los ojos y casi le dio un vuelco al corazón. La figura era otra mujer. Una mujer larga, delgada, con los ojos grandes y de un marrón claro hipnotizante.

"Nami... deshazte del libro..."

¿Qué...?

El cuerpo físico y tangible de la morena tenía el ceño muy fruncido, cubierta entre sus sábanas. Pero ver a su madre en sueños era una experiencia que Nami detestaba, porque la hacía sentir inmensamente vacía y desamparada. Era la segunda vez que la veía. Enseguida, su cuerpo comenzó a sudar por la tensión retenida. Balbuceaba incómoda.

En el interior del sueño, la mujer la tenía fuertemente agarrada de la mano y la incitaba a seguir trotando en alguna dirección, sumida en el bosque. La mansión Kozono ya hacía rato que desapareció, el calor del fuego no se sentía ni se olía la carne quemada de sus primos. Nami se negaba a deshacerse del libro. Y aquella mujer espiritual lo sabía. Dio un tirón hacia atrás para detenerse, pero no tenía ningún tipo de fuerza frente a ella.

—Déjame en paz, joder.

—¿Joder...? —murmuró, su voz se hincó haciéndose eco en su mente. Paró de andar y la soltó poco a poco, y entonces, volvió a acariciarla del rostro—. Nami...

La joven giró en sus talones para buscar otra ruta por la que escapar de ella, pero su imagen la seguía, la tenía de frente allá donde mirara. Nami empezó a blasfemar, gritándole insultos a su calmado y sereno semblante, pero la mujer no hacía otra cosa sino sonreír con dulzura, y volvía siempre a acariciarla. La parte oscura de Nami la hizo enrabietarse deprisa y trató de empujarla con todas sus fuerzas. Pero la mujer no parecía estar vinculada a las reglas de la física. Sus brazos no cedían, su cuerpo no cedía a su violencia. Nami comenzó a desesperarse.

—¡¡SUÉLTAMEEEEEEEEEEEEEEEEE!! ¡¡SUÉLTAMEEEE!!

—Deja de hacer daño... deja fuera la oscuridad...

Y seguía mirándola con la misma calma que la primera y única otra vez que la vio. Volvió a intentar zafarse de su cercanía y la mujer murmuró unas palabras ininteligibles mientras situaba la palma de la mano en su pectoral izquierda. Nami sintió que una especie de calambre la sobrecargaba desde el pecho hasta el estómago, y su diafragma se retrajo. Sintió que una fuerte arcada la invadía, una sensación asquienta, algo horrible que se aproximaba a sus fauces lista para ser escupida. La mujer le indicó en un susurro que lo hiciera. Que escupiera aquello.

Pero no pudo hacerlo.

Cuando abrió los ojos sobre su cama aún en fase de dormición; mentalmente tuvo la horrible sensación de que la arrancaban dolorosamente del plano astral donde se encontraba reunida con su madre, y que de la misma forma lenta e hiriente volvía a ser dueña de su cuerpo.

Dominancia enfermizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora