Epílogo

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Yudai acababa de dejar flores frente a los restos de su hermana en el mausoleo familiar, pero se sentía en deuda con alguien más. Caminó por varios kilómetros en soledad y se personó en el cementerio público.

Cuando llegó a la lápida de Reika Kitami, vio una enorme decoración floral a su alrededor y en su nombre. Todas recientes. De distintas especies, formas y colores, y todas depositadas por personas que la habían conocido y amado. Vio a una chica de pelo rosa devastada, que al notar la presencia de alguien más gimió enrabietada y se marchó corriendo. Él no le prestó atención. Había estado observando, sin embargo, con cautela el perímetro antes de cometer la insolencia de pisar la misma hierba donde descansaba el cuerpo de un alma tan pura como la de esa niña. Antes de que la chica pelirrosa se marchara había sido acompañada por Riku Taki, el joven que fue su novio un corto tiempo y un imbécil que tampoco fue capaz de ayudarla.

Nadie fue capaz.

Se sentía mortificado. Yudai suspiró y dejó un ramo pequeño y discreto apoyado sobre la roca cuando estuvo solo. Se humedeció los labios e inspiró hondo, orando unos minutos por su espíritu. Pero ni siquiera podía concentrarse en los versos. No paraban de atormentarle los recuerdos de él dándole la llave a Kitami, diciéndole de dónde coger un montón de dinero mientras ella recibía esa información con cara de miedo y desconcierto. ¿En qué momento pensó que darle esa responsabilidad a una cría de 17 años era ayudarla? Era un cobarde. Había sido un cobarde. En el organismo de Kitami habían encontrado restos de tantas sustancias ilegales que había salido escaldado hasta el sanitario de la Academia Kozono, por la facilidad con la que Nami había robado medicamentos con principios activos que favorecían el estado de dormición parcial en la que estuvo para facilitarle el violarla. Pero no fue lo único. Para ir sobre seguro, Nami había pedido al ruso otra droga más. Todas las declaraciones las había dado con lujo de detalles, muerta de risa ante la cara de asco y repulsión de los agentes. Todo porque sabía que era Nami Kozono, Nami Inagawa, futura líder del mundo, de la puta humanidad, y sus aires de grandeza no iban desencaminados... Nami iba a desaparecer de la noche a la mañana. Para Rukawa no era difícil fingir una muerte ajena, pero con Nami haciendo de las suyas, aquello iba mucho más allá.

Aquel fatídico día Yudai había sido llamado de urgencia por los hombres que custodiaban su mansión, y cuando llegó, su hermana estaba en la parte de atrás de un patrulla. Se quedó en shock al ver los sesos esparcidos de uno de sus vigilantes en el porche principal a causa del escopetazo. Corrió como un poseso hasta la planta superior, y casi se le cae el alma a los pies cuando presenció cómo los de criminalística estudiaban la habitación y fotografiaban el cuerpo inerte de Reika. Se sentía como un mierda. Él siempre se había quitado del medio cuando su hermana intervenía con alguien, y el motivo era que siempre la había temido. Sólo cuatro años de edad los distanciaba, pero un mundo entero entre sus personalidades. Brotaron lágrimas de sus ojos al observar las dos heridas de las puñaladas, abiertas entre las costillas y cerca de la boca del estómago, un área tremendamente dolorosa para recibirlas. Reika habría muerto agonizando, había expulsado bastante sangre por la boca.

Al día siguiente, el análisis forense determinó y dio por correcta la declaración de Nami acerca de todas las inhumanas acciones que le había hecho. El cuerpo de Reika había sido maltratado en senos y en sus cavidades íntimas, amén de otros hematomas y raspaduras que tenía repartidos por el cuerpo. Además, un tercer implicado, pandillero de los bajos barrios que trabajaba para Hikaru y Rukawa también, fue encontrado muerto y vinculado a otra violación hacia Reika al comprobarse su ADN dentro de ella. Se comprobó además que la enfermedad de transmisión sexual del cadáver de Reika coincidía con la que él padecía.

Yudai sabía que las personas que sufrían tantísimo daño, que eran sufridoras sin una razón explicable, venían a dar un cambio a las personas de su alrededor, como Cristo. Pero no había derecho. No había derecho a hacer sufrir a esa muchacha lo que había sufrido, definitivamente aquello era injusto. No había palabras que hicieran jamás justicia. Nadie querría vengarla, porque ya no tenía a nadie... al menos que él supiera. Yudai rezó porque el alma de Kitami hallara la paz allá donde estuviera.


Yudai llegó a la mansión Kozono cabizbajo. Anduvo hasta la entrada pero allí, en lugar de entrar, contempló cómo Odette seguía a gatas raspillando con un cepillo a conciencia la piedra de la entrada, donde aún no había sido capaz de quitar del todo la sangre del vigilante que había muerto tiroteado por Nami.

—Tómese el día libre, por favor.

Odette alzó un poco la cabeza y dejó de mover el cepillo, pero se quedó en la misma posición.

—No puedo —musitó—, estar haciendo cosas... me mantiene serena. No quiero volver a casa.

—Está bien... —asintió el joven, tomando asiento cerca de ella en uno de los peldaños de la entrada. Se apoyó sobre sus rodillas, inspirando hondo. Odette también dejó escapar un largo resoplido.

—Sé que está mal... y que no es el momento. Pero la... la quería.

—No se preocupe —la cortó, porque efectivamente no quería oírlo. Odette era la única persona que había intentado hacer algo por salvar a Kitami, la única. Y ahí estaba, lamentándose por no haber hecho más. Y por haber amado a una mujer tan horrible.

—En fin, yo... he intentado hablar con el chico con el que estaba la muchacha rubia. Pero no quiere hacerse cargo, dice que no tiene tiempo...

—¿Hacerse cargo...?

Odette asintió y dejó la mirada en un punto. Yudai siguió su mirada y vio a Byto enroscado en una porción de tela doblada que Odette le había dispuesto ahí mismo, en el porche exterior. Yudai se quedó mirando al animal. Se notaba que era un perro muy joven, tendría unos pocos meses. Se humedeció la lengua y se aproximó, tocándolo del lomo. Byto no estaba dormido, pero sí estaba triste, y cuando sintió el calor humano lloriqueó en su idioma.

—Echa de menos a su dueña. ¿Y ahora, qué hago contigo...? —inquirió en voz baja, agarrando al animal en peso y poniéndoselo por delante. Byto le miraba con las orejas gachas.

—Señor... no lo deje en la calle. No resistiría ni una semana.

—No. No lo haré—dijo, con mucha fuerza en el tono. Abrazó fuerte al perro, pegándolo a su pectoral y dejando que el animal sintiera su olor. Byto no se jactó ni se movió, sólo se acurrucó más en él, y fue lo que Yudai necesitó para tomar la decisión—. Me acompañará adonde yo vaya. Se lo debemos a Reika.

Dominancia enfermizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora