29. Dos

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La mañana desplegó sus alas como si el vuelo de un ángel firmara el cielo con el rubor de las primeras luces. La playa se desperezaba con olas acariciando la arena, con el amor de la naturaleza en calma, como una loba amamantando a sus cachorros, tan capaz de amar como de matar.

Dan paseaba por la orilla, avanzando mientras escapaba de las leves olas que reverenciaban la vida a sus pies, con la generosidad de quien ofrenda sus mejores tesoros a quienes ya tiene los suyos. A lo lejos, el puerto deportivo, su meta, dejaba entrever sus mejores adquisiciones. Los navíos y buques más grandes en un lado, los yates, catamaranes y veleros a otro. Sobre estos últimos, destacaba un espectacular yate de tres plantas en color gris y con los cristales tintados en negro. Parecía tener cara de velocidad debido a lo aerodinámico de su estructura. Varias antenas y artefactos delataban que era más que un barco de recreo a quien supiera mirar con otros ojos, ojos de conocimiento e información, ojos como los de Dan.

El yate, un leviatán de acero, se mecía suavemente bajo los pies de Dan mientras avanzaba con la elegancia de un depredador cuando custodia su territorio. A bordo, el aire era una mezcla de sal marina y peligros no pronunciados, cada ola era una nana, un susurro de los misterios que el mar guardaba celosamente.

En la cubierta superior, alejado de cualquier mirada indiscreta, el dueño del sello del Pescador aguardaba vestido de blanco, como de costumbre. Su figura se recortaba contra el cielo matutino, una silueta que parecía absorber la luz del amanecer, un enigma hecho carne.

—Un buen día para navegar hacia lo desconocido, ¿no crees, Dan? —la voz de aquel hombre era un velo tejido con hilos de autoridad y cautela, cada palabra un eco sigiloso que se perdía en la vasta inmensidad del océano.

—El mar siempre guarda secretos, igual que nosotros —respondió Dan, su tono era un reflejo del horizonte: lejano, inalcanzable, infinito.

El dueño del yate asintió, una sonrisa enigmática asomó en sus labios.

—Hablemos del encargo. Creo que la atención se ha desviado de donde debe estar realmente el foco. Es un juego delicado, Dan, uno que requiere el equilibrio perfecto entre la sombra y la luz.

Dan miró a su interlocutor fijamente, sus ojos como dos faros en la niebla, buscando y revelando verdades ocultas. Ambos dejaron pasar un ángel entre ambos, uno que necesito de un largo minuto para alejarse de ellos y dar paso a un nuevo choque de espadas en forma de palabras.

—Entiendo los riesgos. Pero también conozco el valor de lo que está en juego —su voz flotaba en el aire, mezclándose con el murmullo del mar, llevando consigo la determinación y la astucia forjadas en años de desafiar lo imposible.

El dueño del anillo del Pescador le devolvió la mirada, siempre había reconocido en Dan a un igual en ese ajedrez de poder y secretos. Juntos, en aquel yate que era un santuario y un campo de batalla, debatían sobre las cuestiones más relevantes a nivel mundial como un niño juega con una muñeca o una niña pinta una estrella.

—El trato era traérmela —recordó aquel hombre mayor, rollizo y parco en palabras.

—El trato era encontrarla, cerciorarme de destruir la traducción y deshacerme de las pruebas, conllevara lo que conllevara —aclaró con elegancia un Dan embutido en un traje perfecto, tras una sonrisa perfecta.

—No somos personas que juzguemos, a pesar de que siempre exponemos nuestra opinión. No te juzgo, Dan, sé que te has encaprichado de la mujer. Pero la humanidad debe permanecer en ese equilibrio perfecto, precario, pero fácil de manejar...

—Manejar... Bonita forma de describir la manipulación —sonrió Dan—, pero quién soy yo para jugar, como bien dices, cuando siendo consciente lo uso a mi favor.

—Opinión, juzgar... —continuó el dueño del yate.

—No juzgamos —dijo Dan levantando las manos, como el que le da la razón a quien le apunta con una pistola.

—A veces lo parece, querido amigo —y le dio un sorbo a un jugo de maracuyá, mango y papaya recién exprimidos por el mismo capitán del barco que, a lo lejos, se bebía el suyo expectante.

—Los secretos son las brújulas que nos guían —murmuró Dan, mientras mostraba el cebo con la intención de cazar presa con anillo.

El dueño del yate, adoptó una posición que le daba aire de una especie de ave extraña incapaz de volar, vestido de blanco.

—Dan, en esta danza de mareas y destinos, cada paso revela y oculta a la vez. ¿Qué aguas turbias has venido a navegar conmigo hoy? Pensé que íbamos a aclarar conceptos de nuestro trato.

La voz de Dan era un susurro, casi absorbida por el murmullo del mar.

—Busco entender las corrientes que me has ocultado, las señales que han permanecido en las profundidades. La marca en la piel de Nayua, ¿es otro enigma en este mar de intrigas?

El dueño del yate, mirando hacia el horizonte donde el cielo besaba el océano, sonrió con una sabiduría que parecía nacida de las mismas estrellas.

—Cada marca es un mapa, Dan, y cada mapa conduce a territorios desconocidos. Pero ten cuidado, pues en la búsqueda de tesoros ocultos, a menudo encontramos tormentas inesperadas, a menudo, la marca es menos importante que la piel para quien la contempla. Caer en ciertas tentaciones no te hará ningún bien —sentención aquel hombre bajito y rechoncho.

Dan asintió, su mirada fija en el enigma del hombre ante él. En aquel yate, un titán entre las olas, se jugaba un juego más peligroso que cualquier tempestad que el mar pudiera conjurar.

—Me encargo de destruir la traducción, de mantener a salvo lo que hay que mantener a salvo, pero nada más. 

—Ese no era el trato...

—Ahora lo es... —sentenció Dan.

—Me temo que he de insistir. No estamos jugando, querido amigo, yo no podré retener más a quienes como bien sabes, tienen interés en que la vida transcurra en armonía por el mundo, y el mundo no se vea alterado por realidades que no sabría entender.

—El trato era no ocultarnos nada. Hay un triskel que no ha sido mencionado y que lo cambia todo.

—Cualquiera puede tatuarse un triskel —dijo aquel hombre pequeño que empezaba a impacientarse disimuladamente.

—Es una mantia —dijo Dan rotundo, dando por concluida la partida, en vista de que no llevaba a ninguna parte.

Y, como no podía ser de otra manera, buscó en el bolsillo de su sotana blanca un caramelo para la garganta para una leve tos improductiva, como aquella conversación. Manipulando, sí, mintiendo, no.

—No, querido. Es la mantia.

Mi sueño en tu bocaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora