37. Fervor

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Las calles del Vaticano no aguantaban tanta presión y las vallas de contención de la Plaza de San Pedro eran más un peligro, tumbadas, que una medida de seguridad. El lamento general era una mezcla de incredulidad y sentimiento de injusticia. Y es que los Papas VI estaban malditos, Gregorio VI tuvo que abdicar, Esteban, Benedicto, Alejandro y Pío, asesinados, y alguno más que no se demostró. Parecía condenado a un final fatídico, Sixto VI. 

Por momentos, la tensión y la protesta, que gritaban la rabia unánimes, dejaba paso a la contención del rezo espontáneo, un murmullo de súplica en el que todo el mundo se ponía de acuerdo, como el aplauso pandémico de las 8. 

Mientras, en la penumbra de un amanecer incierto, la noticia del asesinato del Papa cayó sobre el refugio pseudomédico donde estaban Hunter y Alexei como una bomba de tiempo silenciosa. La habitación, un hervidero de actividad encubierta, se paralizó momentáneamente ante el impacto de la noticia, pero no el murmullo. Hunter, aún convaleciente en una camilla, captó el cambio en el aire, una tensión que iba más allá del dolor físico.

—¿El Papa, dices? —su voz era un hilo, teñido de incredulidad y sospecha.

Aunque acostumbrados a los cambios y a las telarañas conspiratorias que movían los hilos de la sociedad, a destronar y entronar personajes en países subdesarrollados, lo del Papa era distinto, secreto entre secretos.  Jon Alexei, de pie junto a una pared llena de monitores y mapas, se giró lentamente. Su expresión era un enigma, un rostro tallado en piedra que ocultaba sus verdaderas intenciones.

—Sí, y esto complica nuestras jugadas —respondió con un tono que ocultaba más de lo que revelaba.

Hunter, luchando contra la neblina de su mente por la morfina, intentó discernir las palabras que le llegaban, sus implicaciones.

—¿Qué tiene que ver el Papa con... con lo nuestro? —preguntó, su intuición diciéndole que había más en juego de lo que veía.

Jon se acercó a la camilla, su mirada analizando a Hunter como si fuera una pieza más en un tablero de ajedrez con su partida más compleja y peligrosa.

—Directamente, nada. Pero en el mundo del poder, ya sabes, todo está conectado. Omnipresencia, todopoderosos... y, en este caso, infalibilidad... pero a la vista está que bastante falible —dijo Jon Alexei, su voz baja y controlada, entre su tendencia jocosa y sus oscuros secretos.

Hunter lo miró fijamente, intentando leer entre líneas. Sabía que Alexei tenía sus propios secretos, sus propias alianzas que tal vez no alineaban completamente con lo que él creía justo.

—¿Y nosotros? ¿Qué papel jugamos en todo esto? —la pregunta de Hunter empezaba a estar cargada de desconfianza.

—Por ahora, seguimos el plan, mantenernos con vida, por supuesto —respondió su mentor jocoso, antes de apartarse para atender una llamada entrante en su móvil.

Mientras Jon hablaba en voz baja, su tono urgente pero calculado, Hunter se quedó tumbado, su mente trabajando a toda máquina. No podía sacudirse la sensación de que estaban siendo arrastrados a un juego mucho más grande y oscuro, uno en el que las reglas estaban escritas por aquellos que se movían en esferas de poder inalcanzables, incluso para ellos. Los dueños del mundo, por encima de patrias, reyes y dioses.

En ese momento de duda y reflexión, Jon colgó el teléfono y se volvió hacia Hunter con una decisión firme en su mirada.

—Prepárate, Hunter. Nos movemos en una hora. Hay piezas en este tablero que necesitamos ver más de cerca.

—¿De qué estás hablando? Estoy yo para fiestas...

—Anímate, pequeño saltamontes, en peores fregados te has visto. Estás mayor ya ¿desde cuándo te importa estirar la pata? —preguntó su mentor con más sorna que interés.

A Hunter le pesaba más el espíritu en el mundo de los dragones que el cuerpo y la mente en la realidad circundante. Optaba por dejarse arrastrar, no estaba el horno para bollos.

—Lo que tú digas —acertó a decir el drogado.

—Me he fijado en cómo la miras, campeón, a mí no me puedes engañar —dijo de sopetón, sonriendo.

—¿Se puede saber de qué demonios estás hablando? —preguntó Hunter con cierta indignación, no sabía muy bien si porque su mentor lo había descubierto o por sentir que su corazón estaba expuesto, su fortaleza hecha debilidad.

—Venga, va, confiésalo —y se sacó una chocolatina no se sabe muy bien de dónde.

—No sé cuándo me molestas más, si cuando te da por hacerte el santurrón, el casamentero o la maricona loca como tú mismo dices —y suspiró sin más intención de mantener esa charla improductiva, innecesaria y, sobre todo, vulnerable.

—Tendríais unos mocosos muy guapos, imagínate tu cerebro y su cuerpo destructor. Ah, no, perdón, perdón, al revés —sonrió, inteligente como él solo, ya había cambiado de conversación. Porque para ser de cuerpo de élite, había muchas formas de desarrollar habilidades útiles, y la manipulación era el arma favorita de Jon Alexei.

—Cómo te odio —suspiró Hunter no sin recapacitar en la opción que le había mostrado su compañero y en la que no se había parado a pensar.

Al final del pasillo, el sonido de una televisión inundaba el lugar. La muerte del Papa, único escenario posible. "No, si vamos a tener que rezarle a Dios para que lo resucite a ver si nos dejan ver otra cosa", se oyó al fondo.

Mientras la conversación se disolvía en el aire cargado del refugio, Hunter se sumió en sus pensamientos. La televisión al fondo seguía emitiendo imágenes del Vaticano, la multitud conmocionada, una escena de caos y confusión que reflejaba su propio torbellino interior. Era un clamor mundial que envolvía todo en una sensación compartida que erizaba el vello, fueras creyente o no.  Alexei había aprendido que cuando su lucha interior era imposible de sobrellevar acababa estallando y pasándole factura, con Eva aprendió a deja fluir su runrún, sacándolo fuera en pequeñas dosis, como una olla rápida suelta vapor para no estallar.

—¿Te has parado a pensar, Hunter, en el verdadero juego que se está jugando aquí? —dijo Alexei, su tono ahora serio, su habitual sorna desaparecida. Una reflexión en voz alta que quizás no tuvo su génesis en ser compartida.

—No —soltó tajante, con menos ganas de hablar incluso que de prestar atención.

—Me encantas cuando te pones modo ogro on —y Alexei volvió a ser Jon.

—Te lo voy a explicar muy claro, me da igual qué te traigas entre manos, pero por la cuenta que te trae, espero que Nayua no sea un trueque, es mía y tengo que saldar una cuenta pendiente, ya sabes cómo las gasto cuando alguien se mete en mi terreno. Por lo demás, aquí paz y después gloria, pero sobre todo paz, mucha paz. A ser posible, que empiece ahora —soltó un discurso que su esfuerzo, dada la neblina neuronal que padecía en ese momento, le costó. 

—Te he salvado la vida, pedazo de desagradecido —dijo Jon haciéndose el indignado.

—Tu prima... —y Hunter empezaba a cansarse.

—Estoy enamorado de ti —soltó Jon como una bomba.

—...la del pueblo —añadió Hunter que lo conocía bien en su vena histriónica.

—Es la verdad —dijo impertérrito. 

—...en tanga.

—Vale, te dejo descansar —concluyó mientras se alejaba.

A Hunter, que no se alteraba casi por nada, con un temple forjado en años de profesión, le asaltó por un momento la duda. Y si... Y si era verdad... Lo más probable es que estuviera fingiendo, como acostumbraba cuando quería ocultar algo.  Era mañana de sorpresas, estaba claro, pero aún preparado para más noticias en su desasosiego podría ahogarse una ballena. Y la noticia que no quería oír pero que se moría por saber era cómo le iba a Nayua en las garras de Dan.





Mi sueño en tu bocaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora