35. Oportunidad

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La madrugada se desplegaba con una calma engañosa en contraste con el caos que se había desatado el anochecer anterior. Jon, con las manos todavía temblorosas esperando no encontrarse con un escenario que le produjera remordimientos pero la determinación asentada en sus ojos, se abría paso entre los escombros del piso. La explosión que había sacudido la cocina, aunque controlada, había dejado una importante huella de destrucción y desorden, pero para Jon, solo una cosa importaba: encontrar a Hunter. Es curioso cómo la gente, acostumbrada al caos y el desorden cívico, se mantenía en sus asuntos cuando sospechaban que meter las narices en los ajenos podría dar con sus vidas al traste. Ni una sola sirena de orden social, médico o policial.

Finalmente, lo encontró. Hunter yacía semiinconsciente, aprisionado bajo una pesada carga metálica, la estantería galvanizada que estaba detrás de la puerta se había convertido con la explosión en una trampa mortal. Jon, con una mezcla de alivio y urgencia, se acercó con rapidez al ver que algunos fragmentos se habían clavado Hunter. 

-¡Hunter! Compañero, ¿me oyes? -gritó obteniendo un leve gemido de dolor que a Alexei le resultó maravilloso.

La aurora aún no rompía cuando Jon, con movimientos precisos y cuidadosos, casi arrastró a Hunter, que intentaba erguirse, hacia la seguridad relativa de su coche. A pesar de la oscuridad aún reinante, la tenue luz de la luna se reflejaba en las gotas de sangre que marcaban su camino, como un rastro de estrellas caídas sobre el asfalto. La noche, cómplice en su silencio, parecía observarlos con una mezcla de curiosidad y respeto.

El vehículo de Jon, un modelo antiguo pero fiel, aguardaba como un guardián silente en la esquina. Con una destreza nacida de la urgencia, Jon Alexei colocó a Hunter en el asiento trasero, donde los susurros de dolor de su amigo se mezclaban con el crujir del cuero. El motor rugió a la vida, un león despertando de su letargo, y Jon pisó el acelerador con una determinación feroz.

Las calles vacías, el asfalto dormido. Las líneas de delimitación de la calzada se deslizaban bajo ellos, un laberinto de pintadas como codificación mátrix. La ciudad, con sus edificios que parecían gigantes dormidos, se fue desvaneciendo en el espejo retrovisor. Jon no se dirigía a un hospital; sabía que las preguntas y las miradas indiscretas eran un lujo que no podían permitirse. El refugio que eligió estaba oculto a plena vista, un lugar donde el eco del mundo se desvanecía en susurros, pero sin preguntas. Era una antigua biblioteca, su fachada desgastada por el tiempo y las historias olvidadas. Este santuario de libros y silencio parecía un anacronismo en medio del caos moderno, un recoveco del mundo donde aún se podía respirar el aroma de la tinta y el papel. Con Hunter a cuestas, Jon se adentró en el corazón de la biblioteca. El lugar estaba en penumbras, iluminado sólo por la luz de las farolas que se colaba por las ventanas altas. Entre estanterías repletas de obras antiguas y mesas de roble, encontró un rincón apartado y allí, sobre una pared con manchas de humedad, acercó el móvil a lo que parecía un pequeño desconchón que, misteriosamente, pitó.

Tras minuto con cara de infinito, la pared se abrió y dejó entrever que, como antaño ocurría con las lavanderías en EEUU, en España camuflaban pequeños secretos ilegales. Pero no para hacer apuestas, sino puntos sanitarios que cubrían necesidades más allá de las cubiertas por la seguridad social y la legalidad.

—No me digas que eres un bibliófilo secreto, Alexei —dijo Hunter con una media sonrisa dolorida , mientras observaba la pared que se abría, revelando el sorprendente secreto de la biblioteca.

—Siempre me gustaron las historias con un buen giro argumental —respondió Alexei, mientras trasladaba a Hunter al interior del refugio clandestino.

—Bueno, esta es definitivamente una de esas historias, compañero —añadió, Hunter—, pero hubiera preferido un hospital. Te hubiera comprado incluso un veterinario.

Jon Alexei asintió recorriendo el improvisado punto sanitario con los ojos, buscando a algo. O alguien.

—Estás peor de lo que pensaba, cabeza de cencerro ¿no reconoces el sitio? Además, recuerda, en las mejores historias, el héroe no siempre sabe lo que está haciendo —replicó Alexei, revisando el estado de Hunter con una profesionalidad típica de quien es superviviente en la vida de militar.

—Eso es tranquilizador... Viniendo de alguien que acaba de conducir como si estuviera en una persecución de una mala película —Hunter consiguió recostarse contra una de las mesas con la ayuda de Alexei, su tono ligero ocultaba con éxito la tensión del momento. El dolor que sentía.

—¿Preferirías que hubiéramos tomado un taxi? —preguntó Alexei, más concentrado en que su amigo no sangrara que en lo que estaba diciendo, dejando entrever su lado loco y superficial.

—Con tu sentido del humor, seguro que el taxista nos habría cobrado extra por el drama —dijo Hunter, mirando a su amigo con más dolor y cansancio que ganas de hablar.

De pronto, y pensando que eso no llegaría a ocurrir, Hunter se desvaneció. Alexei, que siempre había sido tremendamente empático, algo poco recomendable en su profesión, sintió una punzada en el estómago ¿y si las heridas eran peores de lo que pensaba? Consiguió subir a Hunter a la mesa y lo examinó con más tranquilidad. Había perdido bastante sangre pero las heridas estaban ya empezando a cerrar, solo era cuestión de inmovilizar a Hunter para que los movimientos no volvieran a abrirlas y sería coser y cantar. O cantar quizás no. Al final del pasillo, un individuo con cara de matasanos y bata médica de dudosa higiene se dirigía hacia ellos. 

Entonces, Jon Alexei, a la romántica luz de los fluorescentes tintineantes, que iban a la par de la bata del médico en limpieza, susurró a su amigo mientras suspiraba: 

—Lo siento, compañero, me temo que todo esto es culpa mía.


Mi sueño en tu bocaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora