XVII : No seas cruel.

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♦Ethan Mc Clarence:

Todo iba demasiado bien como para ser real, como para durar.

Tenía a Saint cómo quería, besándome como si su vida dependiera de ello. Su sabor había dominado todos mis sentidos, arraigándose a mis huesos de manera que nada ni nadie jamás podría quitarlo o reemplazarlo Todos los problemas de mi vida se esfumaron en el momento en que me miró hace unas horas en la puerta, sin siquiera esforzarse o darse cuenta de lo que significaba su visita.

Dejé de pensar en mis padres, en el esposo de mi tía, en lo que Ryan venía diciendo desde que me ayudó a conseguirle al vagabundo su fin de semana soñado.

En el momento en que puse mis labios sobre los de Saint, todo aquello que no aporta algo positivo a mi existencia se desvaneció. Hasta que el mismo mal del que quería huir llegó e irrumpió uno de los mejores momentos de mi vida.

Ahora, el vagabundo había ido a refugiarse en mi habitación mientras yo me enfrentaba a la ira hipócrita de mi madre. Vestido a medias, frustrado y con muchas ganas de descargar aquel enojo con la mujer que me había dado la vida. Porque sabía a lo que venía, aunque su primer reclamo hubiera sido lo preocupada que le había tenido todo el día sin responderle. Claro que ella jamás aceptaría que la culpa de mi estado la tenía mi padre y que, además, había sido partícipe del asunto años atrás.

Terminé de juntar los apuntes, intentando mantenerme en movimiento para no hundirme en aquel abismo de tensión y palabras que no quería escuchar. Mi madre, luego de la ofensa inicial, se había sentado en el sofá. De vez en cuando miraba hacia el pasillo que llevaba a mi cuarto, yo también.

—Deberías haberle dicho que se fuera —mencionó con cierto retintín disgustado.

Mi agarre se tensó sobre uno de los libros.

Sorprendentemente, Saint no había hecho caso a mi progenitora cuando esta le pidió —de una manera no tan amable— que se largara. En cambio, el susodicho le lanzó una mirada que oscilaba entre la confusión y la irritación, para luego girarse a mí y decirme que esperaría en mi habitación. En otras palabras, había esperado que fuese yo quien le pidiera que se fuera.

Dudé por un segundo en si hacerlo. Una parte de mí no quería que el vagabundo presenciara incluso de lejos un enfrentamiento entre mi madre y yo, pero también sabía que la misma se controlaría si sabía que alguien más podía estar escuchando. Pasaron al menos cinco segundos antes de que asintiera y dejara que fuera a mi habitación, no sin antes despedirse de mi madre con una sonrisa política. La forma en la que ella recorrió su cuerpo con la mirada hizo que me tensara, porque noté cómo se había arrugado su nariz en señal de desaprobación.

E incluso en este momento, podía ver en su mirada todos los comentarios que quería decir acerca de él. Harriet podía ser incluso más voraz que mi propio padre, siendo una reina en el arte de criticar de manera pasivo-agresiva y, aún así, hacer creer a cualquiera que seguía siendo su mejor amiga.

—Si viniste por la cena, ya dejé en claro que no pienso ir —dije yendo directamente al grano, sin mirarla.

Dejé los apuntes en uno de los muebles y me volví hacía ella, intentando mantener una expresión pétrea. Me observó en silencio, con los labios finos apretados con fuerza. Llevaba una falda de tubo color rojo bordó y una camisa de seda blanca. Su cabello negro estaba alzado en una cola bien peinada. Muchos decían que me parecía más a ella que a William, tanto en la manera de sonreír como en la de mirar. Yo negaba tales acusaciones, queriendo creer que tenía más humanidad en mis expresiones de las que ella mostraba. De las que, en realidad, ellos dos podían tener.

De Perdedores y Otras CatástrofesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora