XXXI: Cambiar el juego.

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No debí haber dicho que sí.

No debí prometerle estar ahí, en uno de los momentos más importantes de su vida, si luego planeaba desaparecer por completo.

Sabía que no podría quedarme junto a él una vez Byrton viniera por mí, que Ethan no merecía un engaño más cuando estaba tratando de deshacer con los que había crecido. Y era injusto y egoísta, pensé. Iba a perderlo justo cuando estaba intentando con todas mis fuerzas recuperarlo.

El día del cumpleaños de su padre llegó y mamá me ayudó a terminar de vestirme. Según ella, si lo hacía yo terminaría viéndome como un niño que apenas sabe prender los botones de una camisa. Sabía que solo estaba bromeando, pero dejé que fuera ella quien me arreglara el cuello del saco y me colocara los gemelos que papá me había prestado para la ocasión. Un par de libélulas plateadas que habían sido un regalo de cumpleaños de parte de mis abuelos el año pasado.

—Ethan tiene buen gusto, te ves bastante bien —elogió mientras terminaba de prenderlos en las mangas de la camisa.

Solo cuando terminó, me permitió voltear para ver el resultado final en el espejo de mi armario. En efecto, el estirado había acertado en cada cosa que eligió para mí días atrás.

Y aunque se oyera estúpido, era capaz de ver su obra sobre mí en el reflejo.

El traje era de dos piezas, con un pantalón de corte recto y un saco de un solo botón. Ambas piezas de un color verde oliva que me recordó a las paredes de su departamento. En mi tiempo con él había descubierto que, en efecto, era su color favorito. Debajo, llevaba puesta una camisa negra. Mamá se acercó hasta aparecer junto a mí en el espejo y terminó apoyando su mentón en mi hombro derecho. Me dio un apretón sólido en el izquierdo, como si supiera lo mucho que necesitaba su apoyo en ese momento.

Ethan y Emily se lanzarían a la boca de poderosos tiburones esa noche y, aún así, el estirado me había mirado como si yo fuese el único pilar que necesitaba para darse coraje.

—Me alegra que se hayan reconciliado —dijo mamá, su voz apenas un susurro que terminó por apretar el nudo en mi estomago.

Cuando les conté a mis padres sobre mi ruptura con Ethan, no había tenido la valentía que se necesitaba para confesar que todo había sido culpa mía. En cambio, les dije que ambos decidimos terminar porque no le veíamos futuro a esa relación. A lo que mi madre, que me miraba en ese momento como si se arrepintiera de no haberme dado más neuronas para utilizar, dijo que no todo se trataba del futuro.

Comprendí lo que había querido decir cuando tuve al estirado llorando en mis piernas, en el medio de una playa desierta que se tragó sus lágrimas.

¿De qué servía construir un futuro si el proceso te hacía sentir miserable?

¿Si en el presente cada segundo que pasaba era solo otra daga en tu espalda?

Mamá sacudió una arruga inexistente de mi hombro antes de volver a mi cama y sentarse. Desvíe la mirada del reflejo hacía ella, notando como sus manos temblaban cuando tomaba la caja de terciopelo donde habían estado guardados los gemelos. Luego, se quitó el pañuelo de la cabeza revelando la superficie lisa.

—Aún nos falta mucho por arreglar —dije, refiriéndome al estirado aunque mis pensamientos solo podían centrarse en las marcadas ojeras bajo sus ojos.

En su clavícula pronunciada en el vestido floral que llevaba.

En la palidez enfermiza de su piel y en el cansancio que se veía en sus ojos.

De Perdedores y Otras CatástrofesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora