XXIII: Miserable.

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♦Ethan Mc Clarence:

Sorprendentemente, la resaca no fue una completa tortura la mañana siguiente. Apenas era una punzada en el centro de mi existencia, aunque la sensación de vacío en el estómago me estaba provocando arcadas. Para mi suerte, había invitado a mi piso a alguien que tenía el alma de una madre preocupada que no dejaba nada al azar.

El vagabundo sabía cocinar, y muy bien.

Cuando colocó frente a mí un plato con un caldo de pollo humeante y el aroma golpeó mi nariz, todo mi cuerpo imploró ser alimentado así por el resto de mis días. Levanté la mirada del plato hacía él, quien se encontraba distraído terminando de limpiar los utensilios que había utilizado. No llevaba camisa y el pantalón de deporte que caía en su cintura algo flojo, era mío.

Joder.

Saint Van Dooren estaba en mi cocina, descamisado y vestido con algo mío.

Él era mío.

No me di cuenta de que estaba sonriendo hasta que él detuvo sus tareas solo para mirarme extrañado. Levantó una ceja, apoyándose del otro lado de la isla e inclinándose sobre el mármol. La exquisita vista de su clavícula tatuada me distrajo un momento de mi hambre, llamando a la superficie a otro tipo de pensamientos. Tuve la sensación de ser hipnotizado por los relieves de su cuerpo y cada sombra que se creaba sobre su piel susurraban ideas que no eran aptas para el horario familiar en el que estábamos.

—Come de una vez, Mc Clarence —susurró buscando directamente mis ojos.

La oscuridad en los suyos me atrapó sin darme posibilidad de siquiera imaginar en escapar.

—¿No es algo extraño desayunar esto? —pregunté deshaciéndome de su hechizo y mirando el plato frente a mí.

Tomé la cuchara que también había dejado frente a mí y comencé a revolver para buscar los trozos de verduras en el fondo. Saint abandonó su posición para volver a guardar el resto de las cosas.

—Son las dos de la tarde, Ethan. Extraño sería desayunar a esta hora —respondió mientras que yo me ocupaba de probar su creación.

Y sí, el vagabundo tenía una habilidad culinaria que antes no se molestó en demostrar. Al menos, no a mí. Descubrí, mientras me llevaba otra cuchara repleta de todo a la boca, que ese había sido el peor castigo que había tenido al tratarse de nuestra relación. No dije nada porque, en primer lugar, tenía razón. Había dormido toda la mañana y solo me desperté cuando sentí el olor de la comida invadir mi habitación.

En segundo lugar, porque estaba demasiado ocupado destrozando la pata de pollo.

Debía averiguar cuál de sus padres le había enseñado a cocinar para hacerle un monumento. El sabor había creado un paraíso en mi paladar, uno en el cual quería vivir para siempre. Miré a Saint solo un momento cuando volvió para sentarse junto a mí. A diferencia mía, él sostenía una taza de café cerca de sus labios.

—¿Y eso no es un desayuno acaso? —pregunté sonriendo ligeramente burlón.

Me lanzó una mirada filosa mientras daba un sorbo. Me alcanzó una servilleta, a la cara, como venganza.

—Yo no soy el que está con el estómago revuelto por haber vaciado un bar —siseó dejando la taza de lado y sacando su teléfono. La curiosidad picó en mi nuca cuando comenzó a teclear con rapidez —. Además no me gusta comer antes de las cuatro.

Lo observé extrañado. Sí, tenía sus mañas. Aunque lo entendía, dado su horario de clases. Ahora mismo, él debería estar en Econometría, pero había decidido faltar y acompañarme en mi desastre.

De Perdedores y Otras CatástrofesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora