𝆺𝅥𝅮 Saint Van Dooren:
Una vez estuvimos en el taxi, ninguno hizo ademán de iniciar una conversación.
Ethan, en su lado del asiento, recostó la cabeza contra la ventana y cerró los ojos de nuevo. Luego de diez minutos, comencé a sospechar que se había dormido. Yo en cambio había perdido mi mirada en el camino, aunque por intervalos ponía los ojos en él solo para vigilar que estuviera bien. No podía entender con claridad lo que estaba haciendo y solo seguí el hilo de mis instintos.
Además, tampoco quería pensar realmente lo que había por fuera de las necesidades urgentes que nos asedian. Aquel tipo de razonamientos sólo me traería más migraña que no tenía ganas de soportar.
Y como no tenía ni idea dónde vivía el estirado —y no contaba con la capacidad del habla por el momento como para preguntar— dejé que el taxista condujera a mi casa. Y era algo... irreal. Llevar al ser humano más insoportable que conocía al lugar en donde mi vida fuera de lo que él veía se desarrollaba, era como darle acceso a una nueva parte de mí que jamás pensé en siquiera insinuarle.
Una parte demasiado preciada y que contenía los mayores pilares de mi existencia, en donde uno de ellos se tambaleaba y otro, aunque parecía fuerte, también daba la sensación de ya no poder más. Para cuando llegamos, ya era demasiado tarde para abandonar al estirado en un parque cualquiera a su suerte. Así que no pensé demasiado en lo que hacía cuando lo ayudé a bajarse y le susurré que si hacía un mínimo ruido, lo lanzaría a los perros de mis vecinos para que lo convirtieran en su refrigerio.
Por la hora, mis padres ya se habían ido a dormir hace bastante, así que contaba con que estuvieran en un sueño profundo de donde ni la más grande de las tormentas podría sacarlos. Ethan, fiel al raro asentimiento que hizo ante mi advertencia, solo se mantuvo curioso con la vista y no se atrevió a levantar su mano libre. La otra, caliente y grande, estaba fuertemente agarrada por la mía.
Y la sensación de sus largos dedos subyugados por los míos se sintió extraña en mi pecho. Un ligero cosquilleo que me obligaba a respirar por la boca cuando me quitaba demasiado el aire. Me ponía nervioso, ansioso, mientras lo guiaba por el pasillo hacía mi habitación. Y lo maldije por no demostrar la misma turbación que yo, por no temblar por dentro como una hoja seca en otoño. Parecía calmo mirando las fotografías en la pared hasta que lo empujé dentro de mi cuarto soltándolo por fin.
La ausencia de su tacto tuvo un efecto lejano al alivio que creí iba a obtener y en cambio, tras su paso, solo dejó una extraña sensación de abandono que hizo pesados mis brazos. El estirado se tambaleó un poco al ya no contar con mi apoyo, mientras que yo cerraba la puerta con pestillo tras nosotros.
—Siéntate —ordené, obligando a mi voz a salir dura e inexpresiva.
No hizo ademán de contradecirme y, como un perro domesticado, fue a sentarse en mi colchón. Aunque no era a lo que me refería, puesto que había visto la silla del escritorio como objetivo. Sin ganas de discutir, fui al cajón en donde tenía guardado una caja de primeros auxilios. Había aprendido a tenerla cerca para, en caso de llegar lastimado por alguna idiotez que se me ocurriera hacer, no tener que ir hasta el baño y correr el riesgo de que mi madre me atrapara en el proceso.
ESTÁS LEYENDO
De Perdedores y Otras Catástrofes
Novela JuvenilLo único que Saint Van Dooren odia más que perder, es hacerlo siempre contra Ethan Mc Clarence. Mientras que, para este, aquella rivalidad es lo único que lo mantiene a flote en su caótica existencia. Y hará lo que sea para mantenerla. Incluso, come...