𝆺𝅥𝅮 Saint Van Dooren:
Cada cumpleaños se volvía más valioso que el anterior.
Cada día, en realidad. Porque, como mi abuelo había dicho, el tiempo siempre fue nuestro peor enemigo. El miedo a que se acabara se vislumbraba bajo las sonrisas de mis tíos durante el almuerzo, se deslizaba en los halagos de mi abuela al pequeño jardín de mamá y se hacía presente en los te amo que mi padre le dirigió durante su día. En mi corazón, el miedo a que el reloj de arena que mi familia tenía como un elefante en la habitación, sobre la mesa del comedor, dejara caer su último grano dorado martilleaba como un ser infernal que golpea a la puerta de mi felicidad.
Y sabía, todos sabían, que en algún momento iba a lograr entrar.
La primera vez que el cáncer apareció, el doctor recomendó —por debajo de la mesa— ocultar muy bien ese omnipresente miedo. Podría afectar el ánimo, había dicho, como si ya la inminente realidad no nos empujara a todos hacía lo profundo de un infierno que ya tenía nuestro nombre. Y mi madre jamás fue una tonta, ella nos conocía mucho mejor de lo que conocía la palma de su propia mano. Sabía lo que ocultaban esas sonrisas, esos halagos y todos los te amo.
Sabía que al reloj le quedaba menos arena en la parte superior.
Y que por eso no permitía desgastar un mísero segundo más en la agonía.
Los almuerzos con mi familia materna siempre fueron ruidosos. Mis abuelos contaban las últimas anécdotas del hipódromo y la granja, mientras mis tíos se encargaban de la parrillada junto a uno de mis primos. Yo no aportaba mucho, solo cuando alguno me preguntaba directamente sobre las clases o la banda. Alan, el hijo del hermano menor de mi madre, había comentado lo mucho que crecía nuestra cuenta de Instagram últimamente. Alegando también las múltiples fans que comentaban en nuestras publicaciones sobre mí.
La típica pregunta de si ya había conocido a alguien llegó en medio del jaleo, haciendo que quisiera meterme bajo la mesa que habían montado en medio del jardín. Y antes de que pudiera responder adecuadamente, mi madre lo hizo por mí.
—Tiene novio, vendrá más tarde.
La carcajada de mi primo ante mi cara de espanto se escuchó por sobre la música. Mi abuelo levantó una ceja en señal de confusión y me dirigió una mirada extraña desde su sitio junto a la parrilla. Me apuntó con el largo tenedor que usaba para manejar la carne, como un verdugo a punto de cumplir la sentencia que alguien me había dado. Por un mini segundo, sentí que el ambiente cálido de la velada se había enfriado.
—Creí que teníamos un trato —acusó con un tono tosco. Su cabello gris estaba afeitado casi al ras, haciendo ver su rostro más duro de lo que en realidad era, con el vestigio de su ascendencia oriental diluida en el tiempo —. Aún no lo llevaste a la granja para aprobarlo como se debe.
Una sonrisa temblorosa tiró de mis labios, por dentro deseé con todas mis fuerzas que la reposera en la que estaba me tomara como parte de ella. No supe por qué no corregí a mamá, teniendo en cuenta que Ethan no era... bueno.. no éramos...
Novios.
En mi cabeza, ese término sonaba tan extraño como ajeno. Había tenido novios antes, pero en la secundaria solo eran un corazón resquebrajado y luego una palabra sin sentido ni importancia. Jamás había traído a nadie a casa con aquel título, mucho menos lanzado a alguien a las garras maquiavélicas de mis abuelos. Que, aunque los amaba, eran bastante duros a la hora de juzgar a alguien. Y que la primera vez que lo hacía, casi sin querer, ese alguien fuese el estirado debía ser la cúspide de la ironía universal.
ESTÁS LEYENDO
De Perdedores y Otras Catástrofes
Teen FictionLo único que Saint Van Dooren odia más que perder, es hacerlo siempre contra Ethan Mc Clarence. Mientras que, para este, aquella rivalidad es lo único que lo mantiene a flote en su caótica existencia. Y hará lo que sea para mantenerla. Incluso, come...