XVIII : El karma del hablador.

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𝆺𝅥𝅮 Saint Van Dooren:

Decir que las cosas cambiaron de un día para otro sería mentir, pero sí hubo momentos en donde noté que nada era igual a hace un par de semanas. Ethan se había convertido en algo que tenía presente todos los días, aún cuando no fuese en carne y hueso, el estirado se había encargado de hacerse notar. Y debía admitir que, si por momentos disociaba y no lo escuchaba, resultaba bastante agradable tenerlo a la mano.

Después de todo, ¿no había un refrán que decía que debíamos tener a los enemigos más cerca?

—Dudo mucho que los enemigos hagan cosas como las que ustedes hacen —se rió Carter esa tarde, cuando le dije aquella misma frase.

Me detuve en la tarea de empacar solo para mirarlo con mis ganas de asesinarlo, expresadas en todo mi rostro. Mi amigo apenas me prestó atención, concentrado más en el juego en su teléfono. Que gran ayuda, pensé para mí mismo. Sacudí la cabeza terminando de doblar la ropa que usaría aquel fin de semana, dejando atrás jeans rasgados y camisetas con estampados demasiado polémicos. No me gustaba, pero debía hacerlo si no quería espantar a toda esa gente en la primera impresión.

Ethan había dicho —luego de que se anunciara a qué equipo pertenecía— que el jefe del área contable era un snob chapado a la antigua. Le gustaba Chopin, como a cualquier idiota pretencioso adinerado que quería dárselas de conocedor clásico, y jugar al golf luego de un largo día de trabajo. Aquel lado de mi cabeza que vivía en su etapa rebelde se preguntó cuántos infartos le darían si veía que su principal pasante, era una representación de todo lo que decía odiar. Piercings y tatuajes sin sentido, vestidos en ropa que parecía haber sido sacada de la basura.

En silencio, observé lo que ya había doblado en la maleta. La mayoría eran pantalones oscuros y camisetas con cuello de tortuga, un par de blazers que solía utilizar en los actos importantes de la facultad y dos camisas que no planeaba usar. Esa vibra se la dejaba al estirado.

—Te ves preocupado —mencionó Carter ante mi falta de existencia.

Levanté la mirada hacía él, sentado en la silla del escritorio. ¿Lo estaba? Sí, y con muchas razones. No solía dejar que los nervios ganaran demasiado terreno en aquel tipo de cosas, pero esa vez mi estómago se revolvía con violencia. Porque un paso en falso sería la causa de mi muerte, aunque sonase exagerado para un fin de semana casual que solo nos daba un vistazo de la vida que algunos iban a elegir. Yo entre ellos.

La ley de Murphy decía que, mientras algo malo pueda pasar, va a pasar. Y no tenía suficiente control sobre la situación como para prepararme para cada posibilidad. Podía caerle mal al idiota de Lewis Vasseur y que este se encargara de arruinarme los tres días, lo que conllevaría a cagarme la pasantía el próximo año. O simplemente podría darme cuenta de que no estaba a la altura y que todo lo que creí saber, en realidad no servía para nada en el mundo real.

Una parte de mí se consolaba a sí mismo diciendo que todo se aprende y que no era tan lento como me sentía en aquel momento, que era vivaz y más inteligente que la mayoría de las personas que me rodeaban. Tenía carisma y me desenvolvía bien socialmente, y nadie jamás fue capaz de relegarme a una esquina. Tenía a muchos profesores comiendo de mi mano, así como a la mayoría de mis compañeros de clases.

Y sin embargo, sabía que el escenario no sería igual. Aquellas mujeres y hombres a los que me enfrentaría tenían un verdadero poder en las manos, capaces de destruirme sin siquiera permitirme levantarme.

Estaría ante verdaderos tiburones de la economía y yo solo era una piraña a la cual apenas le salían los dientes.

—Lo estoy —admití cerrando de golpe la valija y poniéndola junto a la que llevaba mis libros de estudio y resto de mis cosas.

De Perdedores y Otras CatástrofesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora