XXIX: Sin ápice de clemencia.

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Saint Van Dooren:

—¿Necesitas un aventón?

El sonido de su voz repiquetea en la calle casi vacía, provocando un sobresalto en mi corazón. Por un segundo, creo que me lo imaginé, pero al mirar hacía un costado lo encuentro recostado en el capó de su auto con una cerveza en la mano. Como si fuera posible, se ve más desaliñado que antes. Y no me mira, sino que mantiene su mirada perdida en la fachada de Hell 's.

Por un momento, no sé qué decir. No pensé demasiado cuando me lancé del escenario una vez el show terminó, tampoco cuando corrí al cuarto de descanso y le pregunté si ya se había ido. Todo lo que giraba en mi cabeza era que no quería dejarlo ir, no de nuevo. No toleraba la distancia que se agranda con cada día que pasaba, tampoco la sensación que se arraigaba en mis huesos cuando lo veía de lejos y sabía que se había terminado por mi culpa.

Y que había poco sobre aquella tierra que pudiera hacer para recuperarlo.

—Creo que sería al revés —respondí al final, metiendo mis manos en mis bolsillos para que no las viera temblar. Dirijo mi mirada a la botella en sus manos, a sus pies había otra ya vacía —¿Cuánto has bebido?

Me mira por primera vez, pero incluso en sus ojos hay años luz entre nosotros. Trato de consolarme diciendo que está cansado, que ha tenido una vida dura y que no soy ni de cerca el mayor de sus problemas. Y trato también de darme esperanzas con lo último, porque eso significa que el mayor de mis pecados puede ser remediado.

Ethan sonríe, aunque el gesto se ve vacío y quebradizo.

Todo él, en realidad.

Me acerco despacio, como si él fuera un cervatillo del bosque al cual no quiero asustar. Cada paso que doy parece hacer eco en su propio cuerpo. Noto la manera en la que pega la botella a su pecho, en cómo mira mis pies en cada uno de ellos antes de volver a mirarme a los ojos, receloso de lo que pudiera hacer. Su desconfianza golpea fuerte, pero me repito que yo me la gané.

Yo la busqué.

Me detengo cuando estoy a tres pasos de distancia y puedo oler con más claridad el alcohol impregnado en su ropa.

Estiro mi mano entre ambos, un pedido mudo que él entiende a la perfección. Y aunque duda, termina entregándome la botella. Sin embargo, también estiro la otra mano. Sin quitar mis ojos de los suyos. Me hundo en ellos y me pierdo en lo desolado que se ven, sin esa usual fuerza que lo hacía parecer un desastre natural. Que provocaba que el mundo se arrodillara ante él.

Verlo así me destruye de una manera que solo sentí cuando vi a mi madre enfermar.

Y sabiendo que voy a perderla a ella, no puedo permitirme también perderlo a él.

—Las llaves, no voy a dejarte conducir —insisto cuando los segundos pasan y Ethan solo me mira confundido.

Frunce el ceño al tiempo que su nariz se arruga en un gesto de descontento que me da ganas de reírme.

—Yo te ofrecí el aventón, no te voy a dejar...

—Ethan —lo interrumpí y, por primera vez en todo el tiempo que llevamos conociéndonos, me siento más alto que él. Aunque tal vez se deba a su postura desganada y hombros caídos. —, por favor —suplico.

Duda, busca refutar, pero cada vez que abre sus labios solo salen palabras inconexas que no logran encontrar sentido. Al final, se saca las llaves del bolsillo y las empuja contra mi pecho con brusquedad, maldiciendo mi nombre. El fantasma de una sonrisa tira de mis labios cuando se alejó mascullando y se mete del lado del copiloto cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria, pero la pesadez que aún reside en mi pecho evita que llegue a florecer del todo.

De Perdedores y Otras CatástrofesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora