UNO

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Atalanta Prior

Había pasado un mes desde que la ciudad había quedado totalmente blanca y cubierta por aquel fenómeno.

No hubo más muertes ni desapariciones, aún así la cuarentena se había extendido por una semana y la vida nocturna durante los últimos días era casi inexistente. Por eso aprovechábamos las horas donde el sol estaba más intenso para salir y hacer lo que necesitáramos hacer fuera de nuestras casas.

El terror había sido tan grande que la gente había empezado a comprar gomas para tapar las pequeñas rendijas que quedaban entre las puertas y el piso, o entre los marcos de una ventana y el cristal de esta. Compraban cantidades exuberantes de comida, sobre todo enlatados, para no verse en la necesidad de salir por un buen tiempo. Llevaban lentes y máscaras que los protegieran por si el humo volvía.

El miedo había sido capaz de desajustar cada pequeño detalle en nuestras vidas, y al parecer solo era el comienzo.

Eran las 3:00 p.m. y el sol parecía rostizar a cualquiera que entrara en contacto con su luz.

Suspiré al tiempo que me acercaba a la barra de la cocina. Del otro lado estaba mamá, preparando una merienda.

—¿Puedo ir al muelle? —pregunté, pensando que era estúpido el hecho de tener que pedir permiso para salir cuando estaba a punto de cumplir 19.

Ya era una mujer. Puede que aún no sabía cuál era la diferencia entre la lechuga y el repollo, pero estaba mayorcita.

—Atalanta, ¿si entiendes que hace menos de un mes una nube de quién sabe qué le causó la muerte a niños y desapareció a un joven? —inquirió ella, haciendo énfasis en muerte —. Si quieres morir, pues bien, puedes ir al muelle.

No dudé ni dos segundos en girarme hacia la salida y tomar mi bolso. Conocía a mi madre, esa había sido una respuesta positiva, aunque bastante cargada de realidad, intentando aterrarme y hacer que repasara si la idea de salir me seguía pareciendo estupenda. Y claro que sí. Si moría, al menos lo haría en contacto con la naturaleza y no encerrada en una caja de concreto, cemento y madera.

—¡Que Dios te cuide! —gritó mamá justo antes de que mi piel entrara en contacto con el sol. Cerré los ojos un momento, extrañaba esa sensación.

Desde pequeña era amante de estar afuera, en contacto con la brisa, la tierra, el agua.

Caminé rápidamente al muelle, el cual no estaba tan lejos, Vesta era una ciudad pequeña, donde la mayoría de los habitantes se conocían o se habían visto al menos una vez en el año.

Las calles estaban vacías a comparación de la última vez que había paseado por ellas. Una o dos personas me saludaron alegremente, las demás estaban tan apresuradas que ni me vieron pasar por su lado.

Llegué a la avenida principal, la crucé y me tocó saltar un montón de piedras para ahorrarme una tediosa caminata. Estaba acostumbrada a hacer eso, pero la sorpresa me llevó a caer un poco antes de estar de pie en el muelle.

Había manchas blancas en aquellas piedras, y no eran manchas que había dejado el agua del mar, pues las conocía bastante bien.

Al levantarme me revisé las manos y rodillas, buscando raspones. No tenía ni un rasguño, solo zonas rojas en mis piernas debido a la caída, pero estaba acostumbrada a no tener toda mi piel de un mismo tono, pues mi palidez no me lo permitía.

Sin perder más tiempo me puse de pie y caminé hasta el borde del muelle, me quité los zapatos y me senté ahí, simplemente a sentir como el agua hacía contacto con mis dedos y como la brisa movía los árboles que estaban a mi alrededor, como podía observar encima de mis hombros a mi cabello castaño volverse un tono más claro debido a la luz del sol.

Amaba la sensación de serenidad y libertad que me daba el simple hecho de estar cerca del mar.

El momento hubiese mantenido esa calma de no ser por el ruido de unos pasos relativamente lentos sobre el muelle.

Me giré un poco, para ver de quién se trataba, pero al girarme un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No había nadie. Solo un leve olor a perfume de mujer.

Me ordené a mí misma no entrar en pánico. Pensé que tal vez podría ser por todo el tiempo que pasé encerrada en casa, a lo mejor ahora era más perceptiva y mis sentidos estaban al máximo. Pero no logré convencerme, así que tomé mi bolso y me apresuré, hasta llegar a las rocas, las cuales tenían más manchas blancas.

Tuve que tomar una respiración lenta y profunda antes de tocar aquellas piedras.

Una vez estando del otro lado sentí un poco de alivio, así que me tomé unos segundos para observar a mi alrededor. Había pocas personas en la calle, tanto así que podía contarlas sin ningún esfuerzo. A unos cuantos locales estaba un chico, observando los ramos de flores que estaban justo en la entrada de una floristería. En mi mente todo lucía como una novela rosa, y por alguna razón sentí la necesidad de acercarme.

Cuando me faltaban al menos cuatro pasos para llegar a él, este me notó, me sentí como una enferma acosadora mientras veía como sus mejillas se ruborizaban y esbozaba una sonrisa incómoda. Lo detallé un poco, tenía pecas y todo en él parecía ser del mismo color: naranja, su cabello, cejas, pestañas, incluso su piel parecía tener una mísera cantidad del color. Pensé en explicar por qué me estaba acercando, o por qué me había pillado viéndolo, pero el cambio drástico de su expresión hizo que solo pensara en una cosa.

Humo.

Y no estaba equivocada.

Me volteé, para poder ver eso que a él lo había aterrado. Me encontré con una nube de humo, pero esta vez era negro. Sí, negro. Lucía más denso y amenazante que el último. Causaba más terror.

El pecoso se alejó corriendo como si su vida dependiera de ello, y tal vez sí. Lo único que mi cerebro le permitió hacer a mi cuerpo fue correr tras él.

Luego de unos segundos mis piernas ardían y empecé a reprocharme a mí misma por nunca hacer ejercicio, y por hacer que la única actividad que probara mi resistencia fuera subir y bajar las escaleras de casa.

Tuve que parar, pues sentía que si seguía corriendo me daría un paro cardíaco o algo parecido. El miedo había nublado mi vista, pero al exigirme un poco de calma y levantar la mirada, pude notar que no estaba lejos de casa. Un gran alivio invadió mi cuerpo y me permitió respirar con más lentitud.

Grave error.

El ambiente ya estaba contaminado, y lo que llegó a mis pulmones debía ser peligrosamente tóxico, pues sentí como el aire que había entrado a mi sistema quemaba cada parte de este, obligándome a doblarme sobre mi abdomen, posicionando mis manos en mis muslos.

Cerré mis ojos con fuerza, mientras aceptaba que no podía hacer nada más que esperar a que pasara.

—¿Estás bien? ¿Qué... qué ocurre? —Era una voz bastante suave, dulce... pero sin perder la masculinidad.

Hice un esfuerzo bastante grande y logré abrir los ojos, lo único que pude ver entre tanta oscuridad fue su cabello cobrizo. Era el chico de la floristería.

—Creo que... todo estará bien —musitó y en ese momento fui consciente de que su voz era probablemente el sonido más relajante que había escuchado durante mis casi 19 años —. Solo debemos esperar; ya pasará.

Hubo minutos de silencio, donde, al parecer, ninguno de los dos podía o se atrevía a hablar. A pesar de todo el malestar, algunos de mis sentidos no dejaron de funcionar, al contrario, se intensificaron, haciéndome sentir el calor que desprendía el cuerpo del chico.

El tiempo siguió corriendo, y de un momento a otro, dejé de sentir su calor.

Se me erizó la piel y el miedo se apoderó de cada parte de mí. No quería abrir los ojos, ni enderezarme. Quería seguir así, apoyando las manos de mis muslos, con los ojos bien cerrados e inhalando la menor cantidad de humo posible.

—¿Señorita? —habló alguien, su voz era ronca, parecía pertenecer a una persona mayor —. El humo ya pasó, ¿puede abrir los ojos y decirme si se encuentra bien? 

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