TRES

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Atalanta Prior

Puntos de luz en un techo blanco. Esa era mi vista, hasta que decidí sentarme.

Una pared blanca a mi espalda, y tres de vidrio; dos a los lados y una al frente. Al frente se repetía, solo que entre esas dos jaulas insípidas y de cristal había un pasillo, con cerámica blanca y líneas de luz en el techo cada cierta distancia. Ninguna de esas jaulas sin color contenía algún mueble u objeto, estaban frías y vacías.

Era un gran espacio con celdas idénticas y estaba sola al parecer.

Observé mis manos, lucían más blancas de lo usual, y eso me llevó a notar mi ropa. Era un conjunto deportivo, suéter y mono blanco, inquietantemente pulcros, en mis pies había unas medias y Crocs del mismo color.

La ausencia de otros colores era absurdamente aterradora.

Mi respuesta a todo, desde que tenía memoria, había sido llorar. Y esta vez no sería la excepción.

Me arrastré hasta una de las esquinas más alejadas del cristal de enfrente, llevé mis rodillas hasta mi pecho, las abracé y rompí a llorar. Tratando de hacer la menor cantidad de ruido posible.

No tenía idea de lo que pasaba, y eso me hizo sentir abrumada a un extremo que jamás había experimentado. Pude haberme quedado ahí, sintiendo como todas esas malas emociones me hacían doler el pecho y me robaban el aire, pero varios choques contra el piso y dos pares de zapatos aparecieron en mi campo de visión.

Unas botas estilo militar blancas y unas Crocs blancas. Levanté la vista y me encontré con un hombre, bueno, eso suponía, vestido totalmente de blanco, con un chaleco antibalas y una especie de casco que me impedía ver su rostro, en su cintura había un arma pequeña y en su espalda colgaba una extremadamente grande.

Aquel sujeto sostenía las manos de otro chico, quien se veía en la obligación de mantenerlas en su espalda. Ese chico tenía el cabello negro, moderadamente corto a los lados y en la zona de la nuca, pero rozando sus cejas en la parte de enfrente; era muy blanco, hasta conseguir causarme calofríos, su nariz era pequeña y perfilada, al igual que su mandíbula, era delgado, pero lucía... sano. Bajo sus ojos rasgados había dos grandes manchas moradas, que podrían llamarse ojeras, sus labios eran carnosos y parecían estar a punto de echar sangre, debido a lo resecos que estaban.

Todo en él gritaba sufrimiento.

Iba vestido como yo, un conjunto deportivo blanco y sin gracia.

Él notó mi presencia y se giró con bastante fuerza hacia mi celda, logrando zafarse del agarre de la persona. Pero no corrió, ni buscó agredir a nadie, solo me observó con expresión extrañada, como si no pudiese creer que yo estuviese ahí.

Estaba segura de que no lo conocía, pero lo había visto en algún lugar.

En la televisión.

Karan Bennett. Era él.

Mis labios se entreabrieron por la sorpresa, antes de que Karan fuera violentamente encerrado en la celda frente a la mía. El cristal apareció de nuevo frente a él, como si en ningún momento se hubiese desvanecido.

El del chaleco abandonó el lugar, dejándome bajo la mirada calculadora de Karan, quien no intentó comunicarse de ninguna forma conmigo.

El aire estaba empezando a entrar y salir con normalidad de mi cuerpo justo cuando se repitió el proceso. La vibración de pasos acercándose, un par de botas y uno de Crocs. Esta vez no me importaron los detalles, y si me hubiesen importado estaba segura de que en algún momento estos serían opacados por aquel cabello cobrizo.

Lucía exactamente igual que la última vez que lo vi, excepto por la tristeza en su rostro, que parecía no combinar con la energía que transmitía. Pero más allá de cómo lucía, me concentré en cómo me hacía sentir el hecho de saber que estaba vivo, no del todo bien, pero al menos no había muerto.

Ilán, a diferencia de Karan, venía cabizbajo, moviendo sus pies como por inercia, dejándole el trabajo más que fácil a quién lo escoltaba.

El cristal de la celda que estaba al lado derecho de la celda de Karan desapareció, el pelirrojo entró y el cristal volvió a aparecer, dejándolo aprisionado.

Una vez que estuvimos solo los tres en aquel pasillo, Karan golpeó dos veces el cristal que compartía con Ilán, éste lo observó y el pelinegro se limitó a señalar con la quijada hacia el frente.

Los ojos del pelirrojo se dirigieron hasta mí, que aún estaba abrazando mis rodillas. Su mirada se iluminó y se acercó al cristal, como si buscara estar lo más cerca posible de mí. Su gesto causó estragos en mí, y no sabía exactamente por qué. Me analizó durante unos segundos, al tiempo que yo hacía lo mismo.

—Solo debemos esperar; ya pasará.

Su voz volvió a mi mente, silenciando cualquier otro pensamiento existente.

Quería acercarme. Quería estar lo más cerca posible. Así que me puse de pie.

Antes de dar un paso apareció aquel atemorizante aunque familiar fenómeno. El humo blanco espantó cada rastro de valentía que había recogido durante el tiempo que había pasado ahí. Miraba a mis lados, específicamente al suelo, que era de donde emergía, pero no había ninguna clase de orificio o una separación entre los cristales y el suelo.

Cuando vi de nuevo hacia el frente me encontré a un Karan caminando como loco, formando un círculo con sus pasos en su celda, y a un Ilán llorando desconsoladamente con ambas manos aferradas al borde de su sudadera blanca.

Ellos sabían lo que sucedería, y no había forma de que lo que nos esperaba fuese bueno.

En menos de tres segundos fuimos tapados por el humo, no pude ver nada que no fuese los bucles que formaba este. Y me sorprendí al no estar asustada, solo estaba a la expectativa. Quería saber qué era eso que los asustaba tanto.

Pestañeé, y me arrepentí de ese simple gesto. Pues cuando mis ojos volvieron a abrirse descubrí porque los chicos le temían tanto.


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