DOS

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Atalanta Prior

—Creo que... estaremos bien.

Esa frase acompañada de la voz del chico, había estado rondando mi mente durante un mes. Día tras día después de su desaparición.

Ilán Trius.

Así se llamaba el pelirrojo pecoso que había visto en la floristería antes de que el humo negro cubriera Vesta. Al parecer también había estado junto a mí justo antes de desaparecer.

Sus padres les pidieron a los cuerpos de seguridad que iniciaran una búsqueda, y así había sido. Yo pude ayudar solo al principio, dando detalles a las autoridades, marcando el lugar donde habíamos estado mientras el humo estuvo en la ciudad, narrando cada detalle.

Hice otras cosas aparte de esas, como hacerles el almuerzo a los oficiales que estaban al frente de la búsqueda, ayudando a los detectives, ofreciéndoles café. ¿Por qué? Porque me sentía culpable. Él se había devuelto por mí. Su voz fue una ayuda en el peor momento de mi vida, y ahora ya no estaba.

Pensaba que si ese día yo no hubiese salido de casa, él hubiese tenido tiempo para refugiarse.

Al pasar quince días sin obtener rastro de Ilán, los oficiales bajaron la intensidad. El gobernador anunció un toque de queda y no nos quedó más remedio que obedecer.

Vi el reloj digital sobre la barra de la cocina.

4 de marzo.

Ya había pasado otro mes. Y la ciudad entera había satanizado esta fecha.

Estaba sentada, en silencio, observando a mamá hacer pies de limón, así lidiaba con la ansiedad que le producía toda la situación, yo solo sonreía, para hacerla pensar que estaba bien, para no sumarle preocupaciones.

—Ya es hora de que papá salga de su despacho —musité, detallando las pequeñas piedras del granito de la barra —. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

—Sí, me harías un gran favor —respondió ella, con esa voz calmada que rara vez usaba.

Asentí con ánimo y salté del banquito. Mi estatura no me permitía bajarme como una persona normal de los condenados banquitos.

Caminé con apuro innecesario hasta las escaleras y empecé a subirlas.

A mitad de camino paré mi andar en seco y mi corazón empezó a palpitar en un ritmo para nada sano. Una serpiente totalmente blanca empezó a arrastrarse, con dirección a mis pies. Mi cuerpo dejó de responder a las órdenes del cerebro.

No había ninguna razón o explicación para eso. Ninguna.

A menos que una de las puertas estuviese abierta...

¿Y el humo pasaría por ahí?

Escuché un grito de mi madre; era más bien una frase pronunciada en un tono de voz más alto y atropellado de lo normal.

—¡La puerta del patio está abierta! —exclamó nuevamente, histérica —¿Cómo es eso posible?

Papá salió del despacho sin necesidad de que alguna de las dos llegara hasta el lugar. Avanzó por el pasillo y justo antes de poner un pie en las escaleras observó a la criatura en una mezcla de preocupación y sorpresa.

—No te muevas —susurró, como si el reptil pudiese oírnos —. Lo solucionaremos.

Lo observé unos segundos, y fue como si pudiese leer sus pensamientos. No sabía cómo resolver todo eso.

El animal siguió avanzando, permitiendo que su anatomía se curvara al bajar cada escalón. Seguido a eso pasó por el reducido espacio que quedaba entre mis pies, para luego empezar a enrollarse en mi pie izquierdo.

—¡Me morderá! —espeté entre dientes mientras lágrimas empezaban a abandonar mis ojos, causando que mi padre bajara las escaleras rápidamente.

El reptil enloqueció y mostro sus colmillos, pero no dejó de trepar mientras se enrollaba en mi pierna. Justo antes de que llegara a mi rodilla humo blanco comenzó a subir hasta nosotros. Lucía tan denso como la última vez. Siguió subiendo hasta taparnos por completo, impidiendo ver otra cosa que no fuese humo.

Había pasado tres veces por esto. El miedo cada vez era mayor, y creía que el riesgo también lo era.

—Está bien, cariño —susurró papá, antes de ser atacado por la tos —. Vas a estar bien. Tranquila.

Sabía que solo decía eso para tranquilizarme, o tal vez para tranquilizarse a sí mismo. Yo estaba consciente de que no estaba bien. No estábamos bien desde el 4 de enero.

En un intento de tomar el control de una pequeña parte de la situación bajé la mirada; al principio pensé que sería estúpido, pues parte de mí sabía que no podría ver nada más que no fuese humo. Pero me equivoqué.

Podía ver perfectamente al reptil subir por mi pierna, hasta llegar a mi cadera, produciendo una presión y sensación fría increíblemente desagradable. Ver los ojos azules irreales del animal me dejó hipnotizada y pude pasar mil horas observándolos de no ser por las imágenes que llenaron mi mente.

Ilán.

Ahí estaba y era tan claro.

No sabía si era una pasada de mi visión o si realmente todo a su alrededor era blanco.

Lucía aterrado.

Bajé la mirada y no pude evitar escandalizarme. En su pierna también había un reptil, idéntico al de mi pierna.

Pero el de él no subía... bajaba. Y se acercaba a mí.

Cuando hizo contacto con mi piel mis oídos empezaron a pitar. Cada rastro de color abandonó mi alrededor. Ilán volvió a desaparecer y junto a él cada rastro de esperanza.

Blanco. Eso era todo.


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