Capítulo 66

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Heridas Que No Sanan



"Para, para... ahh, ugh, argh, ah..."

Yeha, que apenas había recuperado el sentido, se apartó de la pelvis de Hangun con una mano torpe. No sabía cuántas horas pasaron. Sólo podía adivinar, por los rastros de la mañana que entraban por la ventana, que había pasado un buen tiempo.

Sentía el cuerpo pesado como el hierro. No podía mover ni un dedo y, sin embargo, Yeha no paraba de retorcerse. Hangun, encima suyo, se balanceaba.

"Mmm, uh... hmm..."

El área entre su entrepierna estaba húmeda y pegajosa. El semen que no pudo contener resbalaba con el vaivén de la pelvis de Hangun, goteando por sus nalgas y a través de su agujero. Su maldito cuerpo estaba exhausto y lo sentía.

Todos los sentidos estaban embotados, sólo los de Hangun estaban claros.

Yeha sonrió con una tristeza borrosa. Sus ojos seguían cerrándose. Sus parpados pesaban demasiado y volvió a perder el conocimiento. Hangun miraba a Yeha sin pestañear. Por supuesto, eso no impidió que su pene empujara dentro de él.

"Abre los ojos".

Hangun dijo, tocando la mejilla de Yeha. Yeha se estremeció ligeramente. Pero no había ninguna señal de que abriera los ojos. Estaba siendo agitado como una muñeca con el semen caliente saliendo al compás del balanceo de los movimientos de Hangun.

Las cejas de Hangun se torcieron en un ceño fruncido. Pasaría mucho tiempo antes de que desatara toda su ira. Yeha no debería haberle hecho ejorar así. No debería haberlo dejado perder la calma así. Ni siquiera es responsable.

Hangun agarró la barbilla de Yeha y la levantó. Su delgado cuello se echó hacia atrás, su barbilla se levantó. El pulgar de Hangun acarició el suave cuello. Sus huellas ya estaban marcadas de rojo. Eso era satisfactorio.

Hangun se lamió el labio inferior, tenía el pelo revuelto. Entonces, boom, abrió la boca. Como un depredador a punto de atacar.

El objetivo de Hangun era la nuca de Yeha. Hundió sus dientes en la blanca nuca. No tan fuerte como cuando le había mordido la muñeca, sólo lo suficiente para dejar una suave marca. Luego, centímetro a centímetro, apretó su mandíbula.

Entonces, en un instante, Yeha abrió los ojos. Sus rizadas pestañas se agitaron hacia arriba.

"¿Qué, qué estás haciendo...?"

Yeha empujó el pecho de Hangun. El cuerpo humano recuerda el dolor durante mucho tiempo, muy claramente. La sangre apenas había dejado de fluir de su muñeca. Sus palmas aún estaban sensibles por la sangre que las manchaba. Al pensar en la misma herida en su nuca, todos sus órganos se paralizaron.

Las protestas de Yeha no parecieron inquietar en absoluto a Hangun, que agarró el trozo de carne y lo soltó una y otra vez, como si quisiera jugar con él. El sonido de masticar carne era desconocido.

Sus pequeños hombros temblaron. Si Hangun le mordía la garganta, seguramente moriría. Podía verse a sí mismo desparramado en la cama negra, cubierto de sangre.

"No, no... duele..."

Yeha suplicó con voz aguda. Las lágrimas corrían por su cara. Las lágrimas rodaban por sus mejillas hinchadas y colgaban del borde de su barbilla. Por suerte, Hangun no mordió a Yeha. En su lugar, lamió las lágrimas de su barbilla, luego subió por su mejilla y lamió todo el camino hasta la esquina de su ojo húmedo.

Aliviado, Yeha tiró de Hangun en un abrazo. Frotó su mejilla contra su ancho pecho. Fue un acto inconsciente. Cuando estaba enfermo, cuando tenía dolor, cuando estaba ansioso. El abrazo de Hangun siempre era el consuelo perfecto.

Cuando Dios nos creó, no se equivocóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora