IV

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Meliodas estaba cómodo, realmente cómodo en la forma que estaba. La cama de Elizabeth era muy suave, dándole calor y un buen sentido del tacto en lo superficial de su cuerpo. No quería abrir los ojos, se sentía muy satisfecho por su descanso, pero los rayos de sol parecían querer gritarle en la cara lo que ya sabía. Debía ir a trabajar. Removió su rostro en las almohadas de la peliplata y abrió los ojos.

Lo primero que vio, fue el rostro de ella y el cabello cayendo a su costado. La tenía tan de cerca que podía ver las pequeñas pecas de su rostro. Después se dio cuenta de dónde se situaba su cabeza. No estaba durmiendo en alguna almohada, el había estado recostado en los pechos de ella. Abrió los ojos con sorpresa y se alejo con rapidez siendo un claro ejemplo de su estupidez. No había más suavidad en la superficie de la que cayó y con sigo, se trajo a Elizabeth enredada en la manta.

— ¡Kyaaa! — su cuerpo cayó arriba de Meliodas y ella frunció las cejas— ¡Demon!

— ¡Perdón! — sus mejillas se tiñeron y Elizabeth bufó por tan hermosa forma de despertar. Rodó los ojos y dejo caer su cabeza en el pecho del rubio. Ambos lo tomaron como algo ligero, pero tampoco fue lo más cómodo para quedarse allí todo el día.— Tengo que ir a mi casa.

— ¿Tan pronto? — Elizabeth se removió incómoda y el la ayudo a incorporarse— Al menos desayuna algo.

— En verdad agradezco mucho todo lo que hiciste por mi.— comentó.— Tengo que ir a mi hogar para ducharme y vestirme, me encantaría quedarme pero no puedo, lo siento.

— Está bien, descuida, otro día será — no sabía si habría otro día, o tal vez cuando llegara el momento, ya estarían casados, pero Meliodas se acercó a ella y beso su mejilla.

— Eres una extraordinaria mujer— susurró cerca de su oído. Ella sonrió y negó con timidez. — Pasaré por ti en una hora.

No había necesidad de negar su orden. Meliodas salió de la habitación de la ojiazul y llegó a su hogar haciendo lo que le había comentado a la albina. Pero ella quedó con la mirada de una jovencita en plena flor de juventud. Sin contar su sonrisa de genuinidad y mejillas rojas. No tenía una imagen clara de el, siendo una persona abierta y amorosa, pero tenía en cuenta su valioso esfuerzo por hacer eso.

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El fue puntual con el susodicho. Y está vez, empezaba a sentirse más cómoda yendo junto a el. Después de un par de llamadas con su tía, y que el efecto maternal acabará, Elizabeth no perdió tiempo para terminar de desayunar, vestirse y darse un toque más femenino de su vida normal. Tenía que normalizar ir junto a el, cada mañana, y si pronto sería su esposa, ¿que pasaba si se tratan como amigos? No era algo muy conveniente para sus vidas, rodeadas de terceros. Pero también sería incómodo hacer algo que para algunas personas es muy normal en una pareja.

Estaba sobre pesando las cosas, y eso no le daba un buen día después de sobre pensar algo que no le gustaba. Suspiro y dio a basto con sus pensamientos recurrentes, Gelda estaba junto a ella, trabajando en un nuevo formato y de paso alguna plática distractora.

— ¿Supiste que la Señora Grayroad engaño a su marido?— la rubia, cómplice de sus deseos extrovertidos, puso una mano en sus labios, sonriente.

— Gelda, ¿Cómo sabes todo eso? — jadeó risueña y la de cabello oro guiño su ojo.— No es algo que no sepamos, el hombre también es un ojo alegre.

Gelda carcajeó y negó, sonriendo mostrando sus colmillos. Eran amantes de sus charlas extravagantes. Cada que sus pláticas terminaban, juraban no volver a platicar vidas ajenas, pero era obvio y ya sabido que no lo harían.

Prometidos Desafortunados (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora