XXIX

43 10 3
                                    

—Elizabeth se encuentra bien y en este momento está descansando.— dijo Diane acercándose a los familiares de su amiga, con un rostro abatido— Pero lamentablemente, ha perdido al bebé.

Los rostros de todos se helaron al escuchar las palabras de la castaña. Meliodas sintió que el aire le abandonaba el pecho al recibir la devastadora noticia: su esposa había perdido al bebé. Lágrimas brotaron de sus ojos al mismo tiempo que los de la madre de la joven, sumidos ambos en un abismo de dolor compartido.

—No... —jadeó Meliodas, cayendo de rodillas al suelo. El corazón de su madre se contrajo de angustia al contemplar el sufrimiento abrumador de su hijo. La furia y la tristeza se mezclaban en el alma de Meliodas, creando una tormenta de emociones que amenazaba con desbordarse.

Gelda no pudo soportarlo más. Se aferró a su esposo Zeldris, refugiándose en su cuello mientras sollozaba sin consuelo.

Todos estaban devastados por la noticia, pero el pelinegro se mantenía más al margen de la situación. Zeldris se acercó a Diane y, con voz cautelosa, preguntó:

—¿Cuándo veremos a Elizabeth?

Nadie parecía tener la fuerza para responder. Finalmente, Diane habló, su voz quebrada por la tristeza:

—En unas horas. Está durmiendo por el sedante que su cuerpo ha aceptado.

Zeldris asintió, sintiendo un nudo en la garganta, y abrazó a su esposa, acariciando su espalda en un intento de consolarla. Diane, en cambio, se arrodilló junto a Meliodas, sintiendo su propio corazón quebrarse por el sufrimiento que veía en él.

—Perdóname, no pude salvar al bebé —dijo Diane, con lágrimas en los ojos.

Meliodas solo lloró en silencio y negó con la cabeza.

—No es tu culpa —susurró—. Es mi culpa por dejarla sola con Jelamet.

Al escuchar esto, todos abrieron los ojos en sorpresa. Hasta ese momento, ninguno había sabido cómo se había lastimado Elizabeth; solo Meliodas y Diane conocían los detalles. Pero ya habría tiempo para preguntas más tarde. En ese momento, ninguno podía hablar, sus gargantas atrapadas por el dolor.

Después de darles el diagnóstico, la castaña se retiró con el corazón dolido, dejando a la familia con un amargo sabor en el paladar. Meliodas sabía que, al despertar, su esposa estaría aún más dolida por la pérdida de su hijo. No sabía cómo podría consolarla, cómo podría aliviar el dolor que ambos sentían. La impotencia y el miedo se entrelazaban en su pecho, mientras intentaba encontrar fuerzas en medio de la devastación.

.

Las horas pasaron y, con ellas, un nuevo día amaneció sin que ninguno de los presentes en la sala de espera lo notara. El tiempo parecía haberse detenido en medio de la angustia. Lily, intentando aliviar la tensión, trajo algunos cafés. Sin embargo, Meliodas no aceptó el suyo; no quería nada más que ver cómo estaba su esposa. Era entendible, pero también preocupante, pues no comer ni beber podría afectar su salud.

—Hijo, tómalo —le pidió su madre.

Meliodas negó en silencio, sus ojos vacíos reflejaban un abismo de tristeza. Su madre suspiró, resignada, y apartó el líquido de la vista de su hijo, sin poder hacer más que preocuparse en silencio por su bienestar.

En ese momento, un joven se acercó a ellos.

—La señorita Elizabeth ha despertado.

Meliodas fue el primero en incorporarse y dirigirse hacia la enfermera.

—¿Podemos verla?

—Solo uno puede verla en cada visita, y solo por cinco minutos.

Meliodas estuvo a punto de decir que él iría, pero contuvo sus palabras y asintió. Miró a la madre de Elizabeth e hizo un ademán para que fuera Nerobasta quien entrara a ver a su hija.

Prometidos Desafortunados (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora